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Entre blasfemias y furias por Manuel Coma

La Razón
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El tema de las protestas en el mundo musulmán como respuesta al vídeo sobre Mahoma tiene tantas facetas que una somera lista no cabría en este artículo. Podemos empezar con Kissinger: «Convénzase joven, hay problemas que no tienen solución», le dijo a un ayudante que le presentaba un estudio con tres alternativas para resolver un problema. Convencidos debemos estar de que este problema nos acompañará durante mucho tiempo. La cuestión es, pues, cómo gestionarlo, no la quimera de cómo acabar con él. Por supuesto, debemos entenderlo, pero eso no es tan difícil, aunque ciertos clichés de amplia circulación, llamémosles obamistas, sin olvidar a Rodríguez Zapatero y afines, representen un serio obstáculo.

Por nuestra parte, existe ciertamente una profunda contradicción entre los inapelables dictados de la férrea ortodoxia de la corrección política que nos vigila incansablemente, imponiéndonos un veto estricto sobre todo lo que se le antoje «lenguaje de odio» o discriminación por cualquier característica diferencial de los sujetos del agravio, por un lado, y por otro la absoluta tolerancia de toda forma de blasfemia, por abyecta que sea, que hiere en lo más profundo a los creyentes de la religión agredida, que suele ser la de los compatriotas del agresor. Pero eso tampoco tiene arreglo. Cualquier sanción sería leve y fácil de confrontar. Mucho más eficaz es lo que los energúmenos –los que lo sean, no que lo sean todos- del otro lado hacen, imponiendo un criminal chantaje sobre nuestra libertad, que internalizamos por justificado temor y deseo de no exponer a otros más vulnerables. Por el lado de los irascibles ofendidos hay muchos matices que señalar. Desde luego los que asaltan, disparan y queman son un puñadito. Lo malo son los muchos que les dan la razón. Arremeten contra la oscura y distante provocación que para ellos exculpa las reacciones vandálicas y, deleitosamente, muerden el anzuelo de la magnificación publicitaria de esos actos individuales a miles de kilómetros con los que se dejan ricamente manipular a fines internos de sus países y sus divisiones sectarias. Peor todavía es que las reacciones oficiales de Occidente puedan seguir casi exactamente la misma lógica, como con el inquilino de la Casa Blanca. Nuestros interlocutores son los estados y a ellos hay que exigirles una contención decidida y eficaz de sus fanáticos, como nosotros haríamos sin contemplaciones con los nuestros si de las palabras pasasen a los hechos. Debemos denunciar su desaprensivo uso político de los indignados, la incesante laminación de las antiquísimas cristiandades del Oriente Medio, su desvergonzada práctica del «lenguaje de odio».