Sevilla

Isabel Martínez y Cándida Moscoso ganadoras de «Pasaporte a la creatividad»

Un día en París y una reflexión sobre el periplo de los inmigrantes son las narraciones vencedoras de la primera edición del concurso de relatos de viajes del suplemento VD que se exponen a continuación 

Isabel Martínez y Cándida Moscoso, ganadoras de «Pasaporte a la creatividad»
Isabel Martínez y Cándida Moscoso, ganadoras de «Pasaporte a la creatividad»larazon

«Un día mágico»
Isabel Martínez l Villanubla
(Valladolid)

Amanece en París, la ciudad de la luz. Las historias y los sueños de visitantes y parisinos despiertan lentamente a la vida. Nuestro hotel está cerca del Sacre Coeur. Sentado en las escaleras encontramos un joven pintor. Sus manos vuelan sobre el lienzo, mientras un pequeño perro observa con interés, quizás esperando una caricia. El joven, sumergido en su trabajo, no nota nuestra presencia hasta pasado un buen rato. Nos saluda con simpatía y nos invita a observar sus dibujos: ha captado la esencia del amanecer. Los colores giran sobre el cuadro dándole vida y calor. Su nombre es Pier y se ofrece amablemente a mostrarnos su ciudad. El perrito sigue a su lado, con aspecto desvalido. El joven acaricia su lomo ofreciéndole una galleta. No tiene dueño, pero Pier cuida de él, quizás un día encuentre su hogar. A su lado descansa un gran maletín lleno de pinturas de lugares emblemáticos, rodeados de una mágica luz.
En París, cuando los hombres descansan, revive la historia en sus edificios, en los rincones más ocultos, en cada una de sus farolas. París hay que verlo desde la perspectiva de un artista, sentirlo y olerlo... Caminamos por Montmartre, por callejuelas llenas de pintorescos bares y tiendas. Llegamos a la orilla del Sena; la belleza de sus puentes resulta abrumadora; arte e ilustración encauzan el río, cientos de pequeños puestos ofrecen libros y postales, algunos de gran valor. Seguimos caminando hacia la calle de los anticuarios, hermosas tiendas albergan en su interior pequeños museos, repletos de joyas y muebles. El atardecer cae lentamente. Visitamos el Louvre, no tenemos mucho tiempo, pero el crepúsculo llena de vida sus salas prácticamente vacías, y la sonrisa de Mona Lisa resulta aún más enigmática.
Caminamos lentamente hacia Notre Dame. El Sena lleva en sus aguas las almas de los parisinos, los sueños de los hombres y los besos de los enamorados. La mágica noche nos rodea cuando llegamos al lugar que inspiró a Víctor Hugo. Las gárgolas parecen cobrar vida, quizás Quasimodo y Esmeralda pasean aún por sus torres. Al fin, la Torre Eiffel, dueña de la ciudad. Sus luces intermitentes son un millón de estrellas. Pier se despide, esfumándose como un mágico duende. Sólo ha sido un día, pero nos sentimos un poco parisinos. Amanece y el Arco del Triunfo nos ofrece un bello adiós. Una última despedida en el Sacre Cour. Buscamos a Pier. Él no está y nadie parece conocerlo; el perrito espera en las escaleras; a su lado, un maletín negro nos resulta familiar. Dentro hay una bella lámina donde aparecen reflejados los principales lugares de París. El cuadro tiene su firma y una nota: «éste es mi último regalo, disfrutad de la luz de París aunque estéis lejos».
Cada vez que lo observo parece que los vivos colores contengan el alma de Pier. Jamás volvimos a verlo, pero con estas palabras le agradezco toda su magia. Por cierto, a casa volvimos tres, aquel perrito abandonado hoy forma parte de nuestra familia.

 

«El viaje soñado»
Cándida Moscoso l Sevilla

Era verano. A las dos de la tarde, sola, bajo un sol inmisericorde, resguardada a la sombra de un árbol, en Sevilla, aguardaba la llegada del autobús. A lo lejos, su silueta, enmarcada por el sol, se recortaba tintileante. Lentamente, como emergiendo de un mar de plata, se acercaba. El ruido de los frenos me puso alerta. Me preparé. El doblar de las puertas, como vencidas por el calor, hizo que subiera rápidamente buscando el frescor del aire acondicionado.
Saludé al conductor. Introduje el bono en la máquina para pagar el viaje de vuelta a casa. Caminé hasta el fondo del vehículo. Allí, vencida por el cansancio, me senté. Observé a la poca gente que lo utilizaba y entonces... la vi. Era joven, de color, bien vestida; hasta el bolso, con su etiqueta de Carolina Herrera, pregonaba el valor de su indumentaria.
Sin embargo, no fue su apariencia lo que me llamó la atención. Fueron los pequeños movimientos compulsivos, semejantes a «tics» nerviosos, los que lograron que, amparada por los cristales oscuros de mis gafas de sol, me fijara en ella. Sus labios se movían imperceptiblemente en un monólogo silencioso, airado, angustioso y desafiante. Los movimientos hacían que su cara reflejara ira y odio contenido. Los puños, fuertemente cerrados, eran agitados, como si quisiera espantar los monstruos de una pesadilla.
Bruscamente, cesó en sus cavilaciones y, levantando un poco la cabeza, recorrió su entorno para averiguar si alguien se había percatado de sus movimientos. Yo, inalterable, miraba al frente aparentando que no reparaba en nada ni en nadie. Intuí lo que hacía.
La imaginé en una pobre aldea de cualquier país africano preparando ilusionada el viaje soñado hacia la tierra prometida. Recorriendo miles de kilómetros en destartalados autobuses, a pié o en una endeble y nauseabunda barquichuela rodeada de otros que, como ella, buscaban una vida mejor. Cansada, asustada, hambrienta, pero decidida a llegar. Y llegó.
¡Europa! ¡Por fin!.
Europa, la soñada Europa, poblada por destructores de vidas. La añorada tierra a donde tú, y muchas como tú, llegan cargadas de ilusiones que, sin embargo, aquí son destruidas y transformadas en ira y frustración ante nuestros ojos.
Tristemente, bajé del autobús y, parapetada detrás de mis gafas de sol, lloré. Lloré y recé por ti; por ti y por todas las que, como tú, tropiezan en su camino hacia la libertad, con monstruos devoradores de sueños.
Mentalmente, te pedí perdón por todos nosotros que, instalados en la comodidad de nuestros hogares, cerramos las puertas y no hacemos nada para evitar tanto sufrimiento. Llegué a casa y, queriendo apartar tu recuerdo de mi mente, me duché, me duché como si el agua pudiera purificar mi alma y lavar mi cerebro. Pero no fue así y, aún hoy, después de casi un año, tu imagen permanece viva en mi memoria con la misma nitidez del primer día.