Lotería de navidad

Badajoz

Fiesta de disfraces

Plátanos andantes, caballeros medievales, una sosias de Belén Esteban, la diosa Fortuna... El salón de loterías se convierte en un espectáculo de «varietés»

Cómo invocar a la suerte, aunque el número sea feo o «pornográfico»
Cómo invocar a la suerte, aunque el número sea feo o «pornográfico»larazon

Se estrenaba salón, pero se respetaron todas las tradiciones, como la que llevaría a un extranjero a frotarse los ojos para intentar averiguar si estaba en el sorteo del Gordo o en una fiesta de disfraces.

El paisanaje cada año se esmera más para convertirse en una atracción más del sorteo hasta el punto de que, en algunos momentos, llega a eclipsar a los niños de San Ildefonso. El más sencillo era un Papá Noel sin barba que dormitaba mientras se iniciaba la letanía de números y euros.

Otros simplemente se superaron a sí mismos. En busca de una cámara, y encontró muchas, un hombre de 78 años se disfrazó de Belén Esteban. En conjunto hacía daño a la vista, como su acompañante, una diosa Fortuna que parecía que acababa de ser atropellada. Otros fueron más comedidos. Un vecino de Badajoz había llegado de madrugada a Madrid –«en esta ciudad es imposible aparcar», decía– disfrazado de plátano porque «el amarillo, al contrario de lo que la gente piensa, es el color de la suerte». El hombre sudaba de lo lindo embutido en su disfraz y con una réplica de su décimo de lotería en tamaño póster. Tres amigos –ya veteranos en esto de adornar y adornarse para el sorteo– volvieron a sorprender con sus trajes imposibles. Uno de ellos llevaba unas mallas de 45 kilos de pesetas con la mayor dignidad posible, tanta como la del que decidió ponerse encima todos los ceniceros de su casa o el que se ha confeccionado un traje de chapas de zumos que sería la alegría de cualquier publicista.

Mientras otros porfiaban por una notoriedad efímera, un joven no sabía dónde meterse cuando cantaron el segundo premio, el 00147. «¡Mira que es feo el condenado, pero quien lo pillara!», comentaba una mujer. El chico era uno de los afortunados que tenían un décimo, aunque no en el bolsillo. Circunspecto, miraba a los periodistas y a las cámaras con terror. No quería decir su nombre, ni precisar de dónde venía ni en qué se iba a gastar el dinero. Sólo quería irse a su casa.

No regaló ni una sonrisa, tanto era su apuro. Con el «Gordo» ya cantado llegó la estampida, la gente abandonaba el salón con el mismo dinero y un pobre consuelo: «Creo que tengo un décimo que termina en cero...»