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El elitismo republicano

La Razón
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Queden las cosas claras: a quienes estén dispuestos a hacer algo por ellos mismos, el Estado los ayudará. Por aquellos que nada quieran hacer, nada hará el Estado». No cualquier Estado. La República, que asume aquella primacía del poder ciudadano que doscientos dieciocho años de Revolución le han legado: el más precioso tesoro de la modernidad europea.

Perdida en privadas naderías de alcoba, la prensa española ha dejado pasar, casi en silencio, lo más trascendental de la política francesa en el último medio siglo. La apuesta de Nicolas Sarkozy por restaurar los grandes códigos republicanos en una Francia al garete, desde hace décadas ya, de una fatal pérdida de identidad. No ha habido un político, desde los tiempos más épicos del general De Gaulle, que se haya atrevido a plantar cara así a la palpable descomposición –económica y social porque moral– de un presente en el cual los ideales revolucionarios de 1789 parecen en trance de ser enterrados bajo la peor de las desidias. No hay un político hoy en Europa que se atreva a diagnosticar así la crudeza del envite en el cual se juega la modernidad europea: la igualdad ciudadana ante la ley. Sin excepciones. Ni para individuos, ni para religiones, ni para comunidades. «Porque no es posible instalarse en Francia sin respetar su cultura, sus valores y las leyes de la República. No hay sitio en Francia para la poligamia, para la amputación clitórica, para los matrimonios impuestos, para el velo en la escuela ni para el odio contra Francia». Tras ese odio no hay más que «repliegue sobre el comunitarismo y la ley de las tribus, la de la fuerza brutal y sistemática».

No hay, no puede haber ni ser tolerado, «Estado dentro del Estado». El gueto cristaliza la destrucción de la democracia. Para las pobres gentes que lo habitan, cuanto para los favorecidos que se creen a salvo de su bárbaro territorio sin ley. Porque, si la ley no es una, no hay República. Ni nación. Y sólo la máquina de guerra en favor de la democracia que es la escuela puede acabar con esos territorios salvajes.

Una escuela estricta, de altísimo nivel y disciplina; aquella que la Revolución planificó como plataforma para la destrucción de las viejas castas del Ancien Régime e irrupción de una meritocracia ajena a la cuna: la «aristocracia republicana», anhelada por las gentes de 1789. «Para que, gracias a la educación», esos hijos de le emigración «puedan tener la esperanza real de cambiar su condición, es necesario que tengan la mejor de las escuelas, la que quisieron Condorcet y Jules Ferry. La escuela de la excelencia para todos, porque el elitismo republicano es la condición de la promoción social. Escuela de la ciudadanía, del respeto y de la autoridad que transmite el saber, pero también el saber estar».

No hay eso sin República. Sin el rigor de un Estado que imponga el peso de la ley por igual a todos. Porque «el primer deber del Estado es asegurar la seguridad… Con el miedo en las entrañas, no se vive». Es algo elemental. Que un Presidente francés se haya atrevido hoy a hablar así, hace atisbar un resquicio de esperanza en la política.