Crítica de libros
En Cannes
Después de la semanita de tabarra que nos han dado con la dichosa Comunión de Andreíta, con la niña cuadriculada como si comulgaran pixels en una melopea de pasiones familiares con consecuencias de espesa resaca, cualquiera se diría que se ha cambiado la tradicional intoxicación general en estos banquetes por una gastroenteritis mediática cargada de náuseas. La Esteban hasta ha puesto una pica en el territorio sagrado del «¡Hola!» y yo he llegado a oír discusiones sobre quién es más torera, si ella o la Campanario, a la hora de transmitir sus genes a las niñas para cuando salten al ruedo. Habría que rezar para que el agua bautismal pasada no mueva más molino y el «glamour» de extrarradio pare de dar la matraca, que más que lucir los trajes de Carolina Herrera parece que los llevan a cuestas. Menos mal que siempre nos queda el sentido del «glam» en Cannes, donde suave es la noche y la belleza se hace voluptuosa como el sabor de una ostra frente al mar. El aire huele a romance de película, los camareros todavía parecen aristócratas rusos, se puede ir a Mónaco a ver la Fórmula 1, e incluso parejas en supuesta crisis como los Brangelinos se reconcilian entre burbujas de champán. Ahí nuestras estrellas resplandecen el doble, desde Penélope Cruz alimentada de luces a Maribel Verdú en su momento más espléndido, como un rayo fulgurante, o el brillo de una Elsa Pataky en expansión y Eugenia Silva en cegadora esfinge. Es otro universo de diferente clase. Desde ahí, contemplar el mundo de banquetes de bodas, comuniones y bautizos es como mirar la tierra empequeñecida desde la luna.
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