Atlético de Madrid
La prueba del «9»
icta el lugar común de la palabrería futbolera que ver a un delantero centro sobre el césped es como ver a un felino en Masai Mara (Kenya) sin pelearte con las cámaras de los inevitables japoneses y ahorrándote el avión y unos miles de euros. El delantero centro es un depredador (o eso afirma Valdano, sacando lustre al tópico con blablablá porteño) y sólo se relaja cuando la sangre de su víctima gotea entre sus dientes. Su suerte, buena o mala, es siempre la suprema, la que crece en las lindes de la misión cumplida o del fracaso sin redención de pena. Porque, a la postre, no nos engañemos, lo del depredador es una imagen que, en horario infantil, todavía da el pego, pero, en realidad, el delantero centro es lo más parecido a un asesino a sueldo. El hombre que merodea por el campo olisqueando la alambrada del fuera de juego ha de ser despiadado, quirúrgico, certero. Existe en un fulgor, en un arreón brusco, en un imprevisible centelleo. En lo que tarda la pelota en traspasar la meta y el pasmo en alojarse en el sagrario de las redes.
Sacerdote del gol, el verdadero «9» es quien maneja el puñal del sacrificio y ofrenda el corazón de los rivales a la masa pagana del gra- derío efervescente. Es, en definitiva, quien vive conectado a la agonía que sufre el oponente. El sábado, Van Nistelrooy dinamitó la catedral de la limpieza étnica con un zapatazo enrabietado que mandó a los leones de vuelta a la reserva. Ni antes ni después dio una a derechas; ni falta que le hizo, por supuesto.
Van «The Man» cumplió con su papel, que es resolver la papeleta, sin dárselas de divo ni rebozarse en aspavientos. Llegó, corrió, marcó. Sin adornos, sin caños, sin retórica huera. Justificando, en apenas diez segundos, los galones que lleva. Otros, ni en hora y media.
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