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Por qué ya no soy «pogre»: las memorias de un izquierdista desencantado

En 2001, Andrew Anthony era uno de los periodistas más respetados por los progresistas británicos. Pero la gélida respuesta de sus colegas al 11-S le forzó a replantearse sus dogmas ideológicos. Lo cuenta todo en «El desencanto».

Por qué ya no soy «pogre»: las memorias de un izquierdista desencantado
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Ocurrió en un oscuro búnker en el corazón de Londres, cuando me hallaba totalmente desconectado de la realidad, al abrigo de las injerencias y distracciones de la vida exterior. Gracias a Dios, acababa de terminar una película titulada «Greenfingers», pero yo no deseaba quedarme a disfrutar del pequeño placer de leer los títulos de crédito. El público, formado por críticos cinematográficos, empezaba a abandonar la sala y yo estaba ansioso por ser de los primeros en salir. Estaba harto de estar sentado en sótanos estrechos viendo películas mediocres. [...]
Mientras caminaba arrastrando los pies por el pasillo hacia la salida, los títulos de crédito fueron reemplazados por la imagen parpadeante de un rascacielos en llamas. «Otro cliché "hollywoodense"», pensé. Se presentaba como si fuera una noticia de la realidad, pero, por lo visto, a causa de un problema en la cabina de proyección, no había sonido. Resultaba un poco raro ver otro largometraje proyectado inmediatamente después de que hubiese terminado el anterior. ¿Era el tráiler de alguna película que iban a pasar próximamente? ¿Era una de esas campañas publicitarias que utilizaban escenas de terror?
De repente, reconocí el edificio y su torre intacta, y en ese mismo instante vi una sombra que se movía rápidamente, entraba en el encuadre y se empotraba en la estructura que aún no estaba ardiendo. Tardé unos segundos en procesar la información y luego me levanté del asiento, salí del local, subí las escaleras y traté de encontrar mi teléfono móvil mientras salía disparado hacia la calle. Mi mujer estaba en Nueva York y volaba hacia Washington aquel mismo día. Su teléfono no contestaba. Probé una y otra vez pero sin éxito. El pánico empezó a subirme desde el estómago y cuando me llegó al pecho apenas podía respirar. ¿Era así como ocurría? ¿Era así como una pesadilla podía invadir tu vida, disfrazada de película, de película barata de acción? Después de lo que imagino que fueron unos minutos, pero que a mí se me antojaron un tiempo infinitamente más largo, llegué al despacho de mi mujer en Londres. Tenían noticias suyas. Estaba bien. La vida continuaba. Había pasado el pánico. Yo podía volver a reunirme con el resto del mundo como un mirón horrorizado, pero mirón al fin y al cabo.
La crisis de los 40
Tras el 11-S sufrí efectivamente la crisis de la mediana edad. De hecho, hacía tiempo ya que se venía anunciando. Pero no era mi crisis de los cuarenta, sino la crisis de la cultura occidental en general. No importa qué otros fines hayan podido motivar ese singular acto de terrorismo, lo que estaba claro es que lo habían planeado como un ataque simbólico, además de letal, contra Occidente, tanto si el objetivo era el militarismo (el Pentágono), como si era el capitalismo (el World Trade Center) o el cosmopolitismo (la heterogeneidad de las víctimas). El problema era que había mucha gente en Occidente que no estaba segura de que valiera la pena defenderlo. Durante un tiempo, en la era postsoviética, cuando EEUU afirmó su posición como única superpotencia, había ido creciendo en Occidente un movimiento contrario a la expansión del capitalismo y los valores occidentales que eran los pilares del mercado global. Conocido como antiglobalización, dicho movimiento pretendía llamar la atención sobre la pobreza y las privaciones que caracterizaban la vida en el Tercer Mundo. Pero también planteaba algunas cuestiones existenciales en lo tocante al estilo de vida occidental. «¿Qué sentido tiene todo esto?», parecían preguntar los antiglobalizadores, lo único que hacemos es comprar cosas, convertir el mundo en un mercado y obligar a la otra gente a tragarse los McDonald's y los Starbucks. Nuestra cultura no es más que consumo. Como argumentó la escritora antiglobalización Naomi Klein pocas semanas después del 11 de septiembre: «Una parte de la desorientación a la cual tienen que enfrentarse ahora muchos estadounidenses tiene que ver con el lugar desorbitado y supersimplificado que el consumismo ocupa en la narrativa americana. Comprar es ser. Comprar es amar. Comprar es votar.» [...]
EEUU tiene la culpa
Mientras me empapaba de la devastación, entumecido e intoxicado por la magnitud de lo ocurrido, me esforzaba, como todo el mundo, por encontrarle un sentido. En mi caso, como en el de mucha gente de izquierdas, este esfuerzo se veía obstaculizado por el hecho de que la víctima fuese EEUU. En el mundo del que yo procedía, EEUU siempre era el culpable. Estaban Vietnam, Chile y el apoyo intolerable a los regímenes represivos y a menudo corruptos en toda América Latina, África y Asia. Yo era un veterano de las marchas de la CND (Coalición por el Desarme Nuclear) contra los misiles de crucero en los años 1980. Fui a Nicaragua a defender la causa sandinista contra el imperialismo yanqui. Escuché sonriente en la plaza de la Revolución de Managua a la multitud coreando el grito de muerte a los gringos. Estados Unidos era el malo de la película, ¿no? EEUU siempre ha sido el malo de la película.
Estaba claro que tenía que plantearme una serie de cuestiones morales básicas, y lo primero era preguntarme qué visión del mundo representaba mejor mi propio punto de vista progresista. ¿La ciudad cosmopolita de Nueva York, una ciudad multirracial llena de oportunidades, una ciudad donde cualquiera podía llegar y prosperar, exuberante, culta, diversa, un lugar que yo había visitado y amaba por su libertad, su energía y su emoción? ¿O la gente que la atacaba, esas mentes áridas que querían hacer desaparecer de la vista a las mujeres, matar a los homosexuales, suprimir la música, destruir el arte, los que habían dinamitado los Budas de Bamiyán y se proponían aterrorizar a todo el mundo para someterlo a la voluntad de su Dios vengador? Era una obviedad, o debería haberlo sido. Pero ¿acaso no tenía también la obligación de preguntarme si ese crimen atroz no era más complejo de lo que a primera vista parecía? Ése era el instinto progresista: no te dejes engañar por los medios de comunicación de masas, que, como todos sabemos, son una industria propagandística, mira lo que hay detrás, examina el marco general, piensa en el contexto, estudia la historia. Y, por lo tanto, si uno quería considerarse un miembro de las clases pensantes, no bastaba con echarse atrás horrorizado, sino que también había que tener en cuenta la propia hoja de servicios de los americanos en materia de asesinatos a sangre fría.
Siempre hay un «pero»
«Es terrible –era la fórmula frecuente–, pero…» ¿Pensaba yo que había un pero? Y si había un pero, ¿podía ser de algún modo una justificación de lo que había pasado? Y si no era una justificación, ¿qué sentido tenía ese pero? ¿Se ponía para mostrar imparcialidad o era puramente decorativo? Yo supe desde el primer instante adónde iban mis simpatías, pero ¿cuál era mi posición intelectual? [...]
Al final llegué a una conclusión que el 11 de septiembre ya había confirmado brutalmente: en el mundo había otras fuerzas al acecho, mucho más malignas que Estados Unidos. Pero una vez establecida esta comparación fundamental entre las distintas amenazas internacionales, ¿podía considerar zanjado el replanteamiento político que me había propuesto? Si me había equivocado acerca del peligro relativo que representaba EEUU, ¿no podía estar equivocado también acerca de todas las demás cosas que hasta entonces me habían parecido ciertas? Traté de reprimir este pensamiento con todas mis fuerzas, intenté rodear con un cerco la situación global, admitir su carácter excepcional y conservarla en un lugar separado de mi mente. Decidí ignorar todo lo que pudiera constituir un tema de reproche. Había invertido demasiado en la imagen de mí mismo como «progresista». Algunos principios básicos no podían cambiar. Yo comulgaba con la idea, por ejemplo, de que todos los males sociales eran debidos a la desigualdad y al racismo. Sabía que el delito no era más que una consecuencia de la pobreza, que ser británico era algo de lo que avergonzarse, nunca algo de lo que enorgullecerse, y que ser blanco era llevar una irrenunciable carga de culpa. Sostenía la opinión, o al menos no estaba preparado para ponerla en duda, de que aunque todas las culturas no tenían el mismo valor, no se podía censurar ninguna, salvo, por supuesto, la cultura occidental, que había que condenar siempre que se presentase la ocasión. Muchas veces, claro está, había citado la famosa frase de Mahatma Gandhi cuando le preguntaron qué pensaba de la civilización occidental: «Sería una buena idea.» También estaba convencido de que Israel era la causa de la mayor parte de los problemas de Oriente Próximo. Todo esto era innegociable para cualquier persona decente. Yo no podía cuestionar estas verdades adquiridas sin poner en cuestión mi propia identidad. Y me sentía demasiado cómodo viéndome a mí mismo como un hombre de bien, alguien que piensa lo que hay que pensar, como para arriesgarme a desbaratar esa imagen. Me veía a mí mismo como alguien que comprendía el mundo, y para mantener esa percepción era indispensable que no intentase comprenderme a mí mismo.
El último asalto
En cierto sentido, el 11 de septiembre fue el último asalto, una afirmación mortífera de una nueva realidad, o más bien una realidad que ya existía pero que preferíamos no ver. Durante muchos años yo había absorbido una noción del progresismo que era pasiva, derrotista, impregnada de culpa. Los sentimientos de culpa dominaban mi visión del mundo: culpa por el pasado colonial, culpa por ser blanco, culpa por ser de clase media, culpa por ser británico. Pero si yo era culpable, el 11-S hizo añicos mi inocencia. Más que cualquier otra cosa, nos obligó a todos nosotros a despertar y a abrir los ojos a la realidad. Tardé muchísimo en aceptar ese desafío, porque, aunque casi enseguida me di cuenta de que el 11-S cambiaría el mundo, pasarían varios años antes de que aceptase que también me había cambiado a mí. Yo estaba equivocado. Y esa historia, al fin y al cabo, era mi historia.