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«Silas Marner»

La Razón
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Durante mi infancia nunca me sentí atraído por libros cuyo título era un nombre propio. Por supuesto, hubo excepciones como «Oliver Twist» o David Copperfield, pero ahí Dickens – y la novela de la primera cadena de TVE – garantizaban la calidad del contenido. Quizá por eso me costó un tanto acercarme a una novela de George Eliot (1819-1880) titulada «Silas Marner». No es menos cierto que una vez que abrí sus páginas quedé prendido de la acción y las devoré de cabo a rabo. Tendría yo entonces unos doce o trece años. El protagonista perdía todo repentinamente y cuando parecía que, al menos, conservaría su colección de monedas de oro, también le era sustraída. Aislado, deprimido, solitario, Silas remontaba aquella situación gracias a ocuparse de una niña abandonada, pero, en realidad, la novela no concluía ahí sino que verdaderamente comenzaba. Ignoraba yo entonces que George Eliot – seudónimo de Mary Ann Evans– había sido una mujer indómita que, a pesar de haber sido educada en el cristianismo, acabó derivando hacia un descreimiento provocado por Feuerbach y otros autores alemanes. Tampoco sabía que su pseudónimo tenía como finalidad el esconder la relación que mantuvo desde 1854 hasta su muerte con un hombre casado llamado George H. Lewes. Al parecer, fue aquella una convivencia muy feliz que, desde luego, no le afectó la conciencia. Sin embargo, a pesar de todo, no puede uno dejar de descubrir una veta de ternura típicamente cristiana en «Silas Marner». El amor abnegado, la entrega al otro, el sacrificio por los hijos, incluso una clara reflexión sobre la verdadera paternidad aparecen en sus páginas causando un efecto conmovedor. No son pocos los que han encarnado en la pantalla a Silas. El último, hasta donde yo sé, es Steve Martin. Sin embargo, yo me quedo con José María Prada. No se trata sólo de pericia interpretativa, es que Prada daba como nadie la imagen del personaje ruin y egoísta, y luego nos mostraba que incluso tras la fachada del misántropo más encallecido podía esconderse un corazón cuyo problema no era no amar, sino no tener a quien dispensarle amor. No creo que a día de hoy me produjera su lectura sensaciones distintas.