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Y en esto llegó el invierno

La Razón
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l invierno ha llegado en pleno puente a la ciudad infiel, tornadiza y veleta. Un inmenso paragüas de ceniza ha velado los cielos velazqueños y el viento apedrizado, serrano, friolento, convierte las aceras en un osario de hojas muertas. «Les feuilles mortes», una balada parisina en los labios crujientes de la estepa, hace más llevaderas las colas del Gran Prado y pone la «nostalgie» a punto de nieve. Madrid en blanco y gris, macerado en la niebla, tiene un «bouquet» irreal, metropolitano, añejo, y se inventa a sí misma para ofrecerle otro perfil a quien viene de lejos.

Envuelta entre algodones, esa ciudad infiel, tornadiza, veleta, se diría que es nuestra, que hasta nos pertenece. Que únicamente aquellos que estamos al corriente de sus cambios de humor, de sus antojos repentinos, de su vitalidad ansiosa y absorbente, le cogemos el hilo al cabo de los años y, mejor o peor, llegamos a entenderla. Sabemos, por ejemplo, que Madrid tiene su propio ritmo en cuanto al tiempo y no hace buenas migas con la cámara lenta. Aquí, las estaciones son una guillotina que se desploma sobre el cuello de la que les precede y se pasa de golpe del algodón a la franela.

Pero Madrid abriga mucho y el forastero lo agradece. Los flashes iluminan la puerta de Alcalá y la postal gastada de la diosa Cibeles; titilan en la bandera de Colón, hacen guiños en torno al Bernabéu. Y en un garito «trendy» del barrio de Chueca, una italiana inmensa -a todos los efectos- se queja de que la capital está vacía y este fin de semana, «maledetto», no hay más que «low coast» y turisteo. Si el infierno son los otros, como afirmaba Sartre, el turismo también, según parece.

El caso es que Madrid, de buenas a primeras, no le ha vuelto la cara al calendario y se ha puesto invernusca y navideña. De una manera suave, decorativa incluso, como encargada, se diría, por el ayuntamiento. Desaparecen las grandes perspectivas, las calles se aovillan en busca de tibieza y, en momentos así la urbe achulapada, vertiginosa y tensa se torna confortable y, sin exagerar la nota, tierna.

El aluvión de luz de las guirnaldas de diseño se libera del peso de la grandilocuencia y, al difuminarse, se hermosea. Mientras, los madrileños que no han cogido el puente contemplan la ciudad con ojos nuevos, igual que los de fuera. Descubrir lo cercano: la aventura es eso.