Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (LII): A merced de un pirómano
Lo cierto es que Trump es un genuino producto de la posmodernidad. Una estrella del sumidero mediático
El populista original, en EE UU, fue un héroe de guerra, Andrew Jackson, que prometió limpiar Washington y defender a la gente. El penúltimo es un impresentable, golfo, llamado Donald Trump, al que los estadounidenses conocían por sus frecuentes apariciones en la prensa del colorín, sus pufos económicos, sus declaraciones de analfabeto sin desescalar y sus programas de telemierda.
Cuando servidor debate sobre la gestión del coronavirus uno de los problemas consisten en que tu interlocutor, pienso en los españoles, acostumbra a intentar tasar las políticas implementadas por la Casa Blanca situándose en el damero político convencional. Léase conservador vs. progresista, liberal o socialista, más inclinado al laissez-faire o al intervencionismo estatal. Cuando lo cierto es que Trump es un genuino producto de la posmodernidad. Una estrella del sumidero mediático.
Pan sucio y lóbrego para alabar el apetito de unas masas suicidas y adictas a un show inconsistente pero visceral que presenta la política como una competición de intereses que requiere la aparición de un héroe muy poco clásico. Ni Ronald Reagan ni George W. Bush. Ni John Wayne cruzado de brazos delante de Monument Valley en cinemascope ni el general Patton con las pistolas de cachas nacaradas en la contraofensiva de las Ardenas. El agrimensor de prodigios y el zoólogo de la pequeñez humana debe rastrear los antecedentes del sujeto en caricaturas como Silvio Berlusconi.
Boris Yeltsin ciego de vodka o Gil y Gil y Gil y Gil y Gil en la espuma con el caballo y las mamachicho. En cuanto a la historia del país que preside ya digo que recomiendo atender a las peripecias del presidente Jackson o a los discursos del aviador Charles Lindbergh. Aunque Trump no lideró ninguna batalla. Tampoco cruzó el Atlántico. Sus aportaciones tienen más que ver con la quiebra de casinos, la ruina de fondos de pensiones, los posados con su penúltima esposa, sus anuncios impresentables a en el New York Times de cuando entonces, para pedir la condena de unos inocentes.
Lo escribí hace tiempo. No es fácil contrarrestar las paletadas de orines que arrojan los apocalípticos. Mucho menos si pretendemos sobrevivir a base de confundirlos con los políticos tradicionales. El twitter del presidente es una cosecha de odio que crece a diario. Como escribí hace tiempo, parafraseando a Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, las democracias no son inmunes a toda clase de agresiones y, llegado el momento, también pueden morir. Su discurso tiene mucho que ver con el esgrimido por sujetos como el padre Charles Coughlin, reconocido racista, impenitente antisemita, que en los años treinta aspiró a competir con Roosevelt.
O con el del empresario Henry Ford, campeón de la industria. Ninguno de ellos alcanzó la Casa Blanca. Según Levitsky y Ziblatt porque funcionaron correctamente los controles dispuestos para impedir que triunfara este tipo de individuos. Gente de tendencias cesaristas, obsesionada con reventar los diques democráticos. Unos dispositivos que saltan por los aires a partir del éxito de Trump. Cuyo rastro político, mejor, cuya herencia, más allá de las deyecciones en redes sociales, puede rastrearse, un suponer, en el criminal desmantelamiento de los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades. Una calamidad, otra más, a Trump debida.
Leo del asunto en un artículo divulgado por el profesor Antonio Diéguez Lucena, catedrático en Málaga, filósofo de la ciencia absolutamente imprescindible. Se trata de un texto publicado en The Lancet y traducido en España por los autores del blog, magnífico, La Ciencia y sus Demonios. Allí leemos que el gobierno está «obsesionado con las balas mágicas: vacunas, con nuevos medicamentos o con la esperanza de que el virus simplemente desaparezca.
Pero solo un firme apoyo en los principios básicos de salud pública, como el análisis, el rastreo y el aislamiento, hará que la emergencia llegue a su fin, y esto requiere de una agencia nacional de salud pública efectiva (...) Se necesita un CDC fuerte para responder a las amenazas de salud pública, tanto nacionales como internacionales, y para ayudar a prevenir la próxima inevitable pandemia.
Los estadounidenses deben poner en enero de 2021 un presidente en la Casa Blanca, que comprenda que la salud pública no debe guiarse por la política partidista». Si nos quedamos en las declaraciones y en los tuits perdemos de vista el bosque, en llamas y a merced de un pirómano.
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