Donald Trump

La nueva presidencia norteamericana en un mundo global

El ganador de las elecciones tendrá que decidir si Estados Unidos aspira a aplicar nuevas soluciones o se limitará a gestionar las viejas recetas ya superadas.

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Cada vez que hay elecciones presidenciales en Estados Unidos suele afirmarse que son históricas para el futuro de sus ciudadanos y decisivas para el mundo. Sin duda, las elecciones de Noviembre de 2020 serán recordadas la pandemia COVID-19que en menos de un año ha provocado más muertos que los sufridos por el país en las guerras de Corea y Vietnam juntas. También serán recordadas por ser las elecciones celebradas en medio del peor enfrentamiento social desde la década de los 60. El movimiento «Black lives matter» ha logrado movilizar la acción popular en torno al problema de la discriminación de la minoría negra, justo en el momento en que el número de votantes hispanos superará al de esta minoría.

Es comprensible que la combinación de ambos sucesos, pandemia y problema racial, hayan dominado el debate político y mediático relegando a un segundo término las referencias a la política exterior y de defensa. No obstante, el candidato electo, ya se llame Trump o Biden, deberá gestionar unos retos internacionales que condicionarán a corto plazo la vida de los norteamericanos. Para enfrentarlos Washington deberá abandonar la política de «America First», implantada por la Administración Trump, y restaurar el american «leadership» de anteriores presidencias.

El empeño por mantener una política exterior aislacionista durante un nuevo mandato presidencial provocará que Estados Unidos sea arrastrado por las importantes dinámicas globales que se están fraguando en los últimos años. La más inmediata es la perversa y compleja combinación de la crisis sanitaria y la recesión económica, que ha desatado la pandemia. Del mismo modo que las medidas de respuesta sanitaria se han terminado estandarizando internacionalmente, a pesar de las iniciales resistencias nacionales, análogamente la recuperación económica exigirá una respuesta coordinada entre los países, que trascienda los iniciales estímulos financieros y fiscales adoptados por los gobiernos.

El discurso negacionista de la pandemia practicado por el presidente Trump quedó popular y mediáticamente arruinado en el mismo momento en que se difundieron las imágenes de su ingreso hospitalario. Análogamente, la recuperación de la recesión económica provocada por la primera ola de la pandemia, obligó a una difícil colaboración entre la Presidencia, el Congreso y la Reserva Federal.

No cabe duda que el impacto de la segunda ola obligará al presidente norteamericano a trascender los límites de una economía nacional, brutalmente endeudada en más de 20 billones de dólares, buscando apoyos económicos internacionales en sus tradicionales socios comerciales y financieros. Ello implicará abandonar la lógica de las guerras comerciales desatadas por la Administración Trump.

Un segundo reto está directamente asociado a la conectividad global, sustentada en la combinación de Internet y las telecomunicaciones con terminales móviles, y estimulada por unas redes sociales implantadas masivamente a escala transnacional. Ello está provocando la constante proliferación de movilizaciones populares que trascienden en sus efectos las fronteras nacionales donde surgen. EEUU no solo no ha sido inmune a este reto, sino que en su seno se ha gestado una de las movilizaciones populares más radicalizadas y violentas, que ha terminado por amenazar la estabilidad institucional y el orden público en numerosas ciudades del país.

La respuesta a esta nueva realidad de comunicación y movilización de masas a escala global no puede quedar limitada al discurso tradicional de las amenazas a la seguridad nacional y el orden público. Un discurso justificador de la dinámica de acción-represión, tal y como se ha hecho desde la Casa Blanca o por los dirigentes de los grupos radicalizados, sino que requiere de iniciativas mundiales multilaterales que sean capaces de responder a las nuevas demandas populares, como la de igualdad de género, la de sostenibilidad medioambiental y de desarrollo o la de la nueva legitimidad democrática.

La presidencia norteamericana no podrá encontrar medidas efectivas de apaciguamiento doméstico si no es capaz de participar activamente y liderar las iniciativas internacionales que están surgiendo para enfrentar estos problemas y demandas globales. No es rechazando el Acuerdo de París o atacando a la Organización Mundial de la Salud o del Comercio, como puede esperarse que se protegerá el presente y el futuro de los ciudadanos norteamericanos.

Por último, no es menor el reto global provocado por el conflicto económico y tecnológico entre Estados Unidos y China, que ha venido a sumarse a la rivalidad estratégica con Rusia. Si el primero amenaza con desestabilizar la precaria situación de la economía mundial, el segundo acentúa los riesgos estratégicos generados por los conflictos armados activos, como Siria, Ucrania o Nagorno-Karabaj, y la nueva carrera de armamentos en armas de destrucción masiva y sistemas de defensa antimisiles.

No cabe la menor duda de que la continuidad o escalada conflictiva en la tríada Washington, Pekín y Moscú tendrá efectos catastróficos para la paz y la seguridad mundiales que se sumarían a los provocados por los otros dos retos señalados. El resultado sería un peligroso escenario de enfrentamientos bélicos indirectos y de ataques políticos, económicos y tecnológicos directos que terminarían afectando a la vida cotidiana de los propios ciudadanos norteamericanos.

Resulta razonable considerar que el presidente electo deberá revisar esta dinámica de tensión con China y Rusia, que si bien no surgió durante la era de Trump adquirió en ella una preocupante deriva radical.

En resumen, ya se mantenga Trump en la Casa Blanca o salga elegido el demócrata Biden, la presidencia norteamericana tendrá que decidir si Estados Unidos aspira a aplicar nuevas soluciones o se limitará a gestionar las viejas recetas ya superadas.