Opinión

La entelequia de Putin

Desde que comenzó la invasión de Ucrania, el Kremlin ha intentado construir un relato ficticio con la Rus’ de Kiev como elemento reivindicativo

Susana Torres Prieto

La respuesta más sucinta a la pregunta de por qué el presidente Putin invade estos días Ucrania es porque puede. Y porque durante años Europa le ha financiado a base de la compra de gas y petróleo la maquinaria militar que ahora asola algunas de las ciudades más antiguas de ese mismo continente. Mientras en las capitales europeas se aspiraba a la paz perpetua, Rusia aguardaba pacientemente tiempos mejores. Al margen de todos los análisis que se puedan hacer en estos días, la invasión de Ucrania había cobrado fuerza en la cabeza de Vladimir Putin desde hace muchos años, quizá desde siempre, porque está justificada en un puñado de mitos fundacionales que todas las naciones tienen y que el mismo presidente, teóricamente, dejó por escrito en julio del año pasado, cuando publicó un artículo titulado «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos». Esa ha sido siempre su entelequia, su irrealidad vivida, su situación perfecta e ideal que solo existe en su imaginación. La Gran Rusia imperial que tiene en sí misma su principio de acción y su fin. El artículo de Putin abunda en esa idea que es más frecuente en la sociedad rusa de lo que quisiéramos pensar en occidente de que Ucrania y Bielorrusia (esta última, curiosamente, no mencionada por el presidente en su escrito) son, en el fondo, provincias de Rusia, separadas artificialmente de ella por los manejos intrigantes de Europa occidental. Hay mapas físicos y políticos. Y luego hay mapas míticos. El mapa que el presidente ruso tiene en la cabeza ahora mismo pertenece a esta última categoría.

Como todas las falacias bien construidas, el artículo tiene partes de medio verdad regurgitadas en medio de mentiras: construir un buen relato propagandístico no es cosa de ignorantes. ¿Existió un estado que se llamó la Rus’ de Kiev entre los siglos X y XIII que incluía territorios que hoy pertenecen a Rusia, Ucrania y Bielorrusia? Sí, existió. ¿Ocurrió que cuando su capital, Kiyv, cayó en manos de los mongoles una de las ramas de la dinastía reinante evitó su propia masacre pactando con los mongoles y haciéndose sus súbditos? Sí, ocurrió. ¿Sucedió que cuando los mongoles retrocedieron esa misma rama dinástica se estableció en Moscú y fundó un ducado que llegó a ser un imperio? Sí, sucedió. Entre eso y afirmar que la moderna Ucrania es un estado artificial que ha separado a un pueblo que tiene una misma religión y cultura, que es lo que cree firmemente el presidente ruso, hay un mundo, y más de seis siglos de historia. La idea de que en los territorios más cercanos a la frontera rusa conviven, o al menos convivían pacíficamente hasta 2014, personas que se encontraban más ligadas cultural o religiosamente a Rusia tampoco es mentira, pasa en todas las zonas fronterizas. Fomentar y alimentar la rebelión armada dentro de las fronteras de otro país soberano es otra cosa.

Desde hace años, desde que él mismo inauguró en 2016 una enorme estatua del príncipe Volodymer de Kiev al lado del Kremlin en Moscú, Putin ha insistido en reclamar para sí una parte de la historia que no le corresponde, ni por hecho ni por derecho, sólo a ellos. Es una historia común que comparten tres naciones modernas. A una de ellas, Bielorrusia, desgraciadamente ya la silenciaron hace tiempo, y sólo queda Ucrania para desmentir la entelequia. Para Putin es fundamental insistir en la idea de que son un único pueblo, una única cultura, una única religión y justificar así, al menos frente a su propia ciudadanía, sus aspiraciones territoriales. Desgraciadamente, tales ideas encuentran un público entregado entre partes de la población rusa que creció, como Putin, en la idea de que todo el territorio que rodea la Rusia histórica son solamente provincias. Y luego está la Crimea, cuya pérdida en la batalla de Balaclava y en el sitio de Sebastopol es tan dolorosa, siempre lo fue, para ese imperio ruso cuyo ejército había perseguido a Napoléon hasta París. El prestigio del imperio zarista no se había visto nunca tan dañado. Creyéndose traicionada primero por franceses y luego por ingleses, una buena parte de la sociedad rusa, incluido Dostoievski, se volvió hacia esas raíces eslavas que se hundían en un pasado medieval común que tan bien sirvió los intereses primero de los zares y luego del Politburó. Putin y su entelequia son sólo la última iteración de una manera preocupantemente extendida entre parte de la sociedad rusa de entender su lugar en el mundo. Ni que decir tiene que, mientras todo esto pasaba, Ucrania construía su propia historia a lo largo de siglos durante los cuales, por largos periodos, fue parte de ese imperio que sueña Putin. Después de años de pacientes preparaciones, probablemente desde la cumbre de la OTAN en Bucharest en 2008 cuando se contempló la adhesión de Ucrania y Georgia a la organización euro-atlántica, Putin, como un buen jugador de ajedrez, ha ido realizando movimientos en un tablero al que nadie parecía estar mirando. Y ahora, con la Crimea anexionada, los mercados orientales completamente abiertos, y Europa energéticamente dependiente, acaba de dar jaque. Porque puede. Y porque siempre quiso. Habrá que ver si es mate.

Susana Torres Prieto es Profesora de Humanidades de IE University (Segovia) e Investigadora Asociada al Harvard Ukrainian Research Institute (HURI). También es autora de «Los Antiguos Eslavos» (Síntesis)