Venezuela
Cómo enfrentarse al régimen
Con sus pinitos corpore insepulto, el régimen que hereda a Hugo Chávez ha dejado ver ya lo que puede esperarse de su talante democrático. En primer término, exhibió el blindaje militar con una aparición televisiva del ministro de la Defensa, que se cerró, nada menos, con esta declaración de intenciones: "¡Que viva Chávez! ¡Que viva su pensamiento! ¡Que viva la Revolución Bolivariana! ¡Hasta la victoria siempre!". Teniendo en cuenta que el pensamiento de Chávez era que lo sucediese Nicolás Maduro, puede entenderse de qué victoria hablaba. Pero si aún quedaban dudas, llegó a renglón seguido el anuncio de que el vicepresidente se quedaba con el mando, dijese lo que dijese la Constitución. Después de todo ya Maduro estaba al frente del país, y el tema de la juramentación prescrita en la ley se había despachado con una incomprensible explicación que el Tribunal Supremo tiró de los pelos al dictado de sus jefes. Formalismos menores, porque la fuente de la legitimidad política en Venezuela no es otra que la revolución, y el caudillo que la encarnaba dispuso una sucesión dinástica. Punto.
Así las cosas, la oposición tendría treinta días para concurrir a medirse con el delfín-vicepresidente-presidente. No hay que ser un lince para ver lo apurado que se presenta todo, y tanto más si se tiene en cuenta la resaca que dejará en el país el luto carismático. Si el magnetismo de Chávez daba dolores de cabeza a los asesores de la MUD, hágase usted cargo de la estrategia publicitaria que habría que diseñar frente al último nicho ocupado en ese panteón donde también moran Evita y Kim Jong-Il. Pero el problema no tiene que ver, por supuesto, con la campaña electoral: eso sería si las candidaturas en Venezuela se reconociesen en nombre de algún respeto por el pluralismo. Chávez demostró, por el contrario, cuantas veces fue a las urnas, que la elección ante su proyecto era sí o sí, y que el proceso revolucionario no iba a dejar de cumplir ninguno de sus objetivos porque se lo impidiesen los votos. Las violaciones legales; argucias como la candidatura de Francisco Arias Cárdenas, aquel camarada suyo al que de pronto le dio por disputarle la silla, y que, pasadas las elecciones, volvió a ser su fiel adepto; o el gerrymandering en las últimas legislativas, que adjudicó menos escaños a una oposición superior en votos; el ventajismo oficialista que ha echado mano de los recursos públicos y del funcionariado para abultar el escrutinio a su favor; la inhabilitación política de rivales como Leopoldo López, y, en fin, la lógica toda de un ideario orientado al corporativismo de partido único, adversario declarado de la democracia representativa, hacen por completo inviable una participación justa de los opositores, so riesgo de estrellar sus bases electorales contra un señuelo puesto por los chavistas.
Antes que presentarse a elecciones, la oposición tendría que unirse, junto a las fuerzas vivas del país y del extranjero, para imponer al régimen tres condiciones. La primera y más importante, desde luego, la imparcialidad del órgano electoral y la transparencia del proceso, lo cual incluye una atenta supervisión a las prácticas de fair play sin las cuales no podría darse el acuerdo. La segunda es el fin del régimen militar, en la medida en que la Fuerza Armada y los cuerpos paramilitares constituyen una guardia pretoriana del gobierno, y es necesario que el poder de fuego se retire del juego político y se limite a las funciones de seguridad y defensa nacionales. La tercera condición es la efectiva libertad de conciencia de los empleados públicos, que no deben ser inquisicionados ni perseguidos por sus posturas políticas. Esta, por supuesto, sería una lucha trabajosa, larga y difícil, pero cosas más arduas se han conseguido en negociaciones sobre procesos de paz y transiciones políticas. La oposición venezolana se encuentra en un momento irrepetible para plantear ese programa, ahora que se ha venido abajo el pilar de un régimen que era, en esencia, personal.
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