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Análisis

Rusia avanza, el Sahel arde y Europa duda: el precio de mirar hacia otro lado

La OTAN no es un vestigio de la Guerra Fría ni un capricho estratégico, sino el pilar fundamental que ha garantizado la seguridad de Europa durante más de siete décadas

Soldados noruegos participan en un ejercicio militar de la OTAN en un campo de entrenamiento en Pabrade, al norte de la capital Vilna, Lituania Mindaugas KulbisAP

Europa se halla en una encrucijada histórica. Tras décadas de peligrosa complacencia, abrazando la ilusión de una paz perpetua tras el colapso del muro de Berlín, el continente despierta de un sueño geopolítico que ha demostrado ser peligroso. La seguridad no se puede dar por sentada y garantizada. Es el fruto de decisiones responsables, inversiones sostenidas y, sobre todo, una cultura de defensa arraigada. Hoy, las amenazas son acuciantes e inminentes. Desde la agresividad rusa hasta el terrorismo en el Sahel y el crimen organizado, así como el tráfico de seres humanos.

El colapso de la Unión Soviética en 1991 desató un optimismo desbordado en Europa. El exceso de optimismo, tan irreal como corrosivo, se reflejaba de manera muy especial en la tesis de Francis Fukuyama sobre «el fin de la historia» y los mal llamados «dividendos de la paz». No era un sentimiento aislado, y esto consolidó la peligrosa creencia de que la democracia liberal había triunfado de manera definitiva, relegando los conflictos armados al pasado. Esta narrativa estupefaciente condujo a una progresiva desinversión en defensa y a una peligrosa euforia que, en retrospectiva, pudo haber sido suicida.

La historia ha demostrado ser convulsa e impredecible. La agresividad de Rusia, bajo el liderazgo de Vladimir Putin, se gestaba a la vista de todos. El punto de inflexión, que muchos en Occidente prefirieron ignorar, fue el discurso de Putin en la Conferencia de Múnich de 2007, donde exhibió abiertamente las renacidas ambiciones imperialistas del oso ruso.

El primer golpe de esta nueva era de confrontación fue el masivo ataque cibernético contra Estonia en 2007, un acto pionero de la guerra híbrida. A este seguirían muchos otros, a menudo sin autoría manifiesta, pero con una firma digital inequívocamente rusa. El siguiente capítulo fue el ensayo de los «pequeños hombres verdes» rusos en 2008, que invadieron las provincias georgianas de Abjasia y Osetia del Sur para anexionárselas, un modelo que replicarían en el Donbás ucraniano. Occidente, con una timidez sonrojante, impuso sanciones efímeras que levantó a los seis meses, haciendo un absoluto ridículo que solo envalentonó a Putin y sus cómplices. El acto final de esta primera etapa de desafío culminó con la anexión ilegal de Crimea en 2014 y, finalmente, con la invasión a gran escala de Ucrania en 2022.

Mientras tanto, en el flanco sur, la situación es igualmente alarmante. Libia permanece sumida en el caos, y el Sahel se ha transformado en un epicentro de terrorismo yihadista, tráfico de armas y colapso institucional, convirtiéndose en una de las zonas más peligrosas del mundo. Esta inestabilidad multidimensional desmiente la noción de una paz garantizada y exige un replanteamiento urgente de nuestra seguridad colectiva.

El renacer del nacionalismo imperial ruso

Bajo el liderazgo de Putin, Rusia ha resucitado un nacionalismo expansivo que bebe de la retórica soviética. Curiosamente, fue Stalin, un georgiano de nacimiento, quien en 1942 reintrodujo conceptos como Rodina (madre patria) y la «Gran Guerra Patriótica» para galvanizar a sus tropas durante la Segunda Guerra Mundial. Putin ha reciclado esta estrategia, combinando una nostalgia imperial con una ambición geopolítica revisionista.

Su objetivo es prístino: reconstruir un perímetro de influencia a través de estados satélites, sometidos o neutralizados, recurriendo a la intimidación, la propaganda y una batería de tácticas híbridas. La invasión de Ucrania es el ejemplo más evidente, pero no el único. La brutal represión de las protestas en Bielorrusia (2020) y Kazajistán (2022), apoyada por el despliegue de tropas rusas, así como la presión constante sobre los países bálticos y las naciones del Cáucaso, reflejan esta implacable lógica.

Según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), Rusia incrementó su gasto militar en un 34 % entre 2015 y 2020, modernizando de forma ostensible sus capacidades convencionales y nucleares (IISS, 2021). Como señaló con lucidez el historiador Timothy Snyder, «Putin no busca la coexistencia, sino la dominación» (Snyder, 2022). Esta agresividad representa una amenaza directa e ineludible para la estabilidad de Europa

La OTAN no es un vestigio de la Guerra Fría ni un capricho estratégico, sino el pilar fundamental que ha garantizado la seguridad de Europa durante más de siete décadas. Como instrumento de seguridad colectiva, articula la disuasión y coordina las fuerzas de 32 estados miembros con capacidades, equipamientos y estructuras de mando diversas. Su interoperabilidad permite que ejércitos con formaciones y especialidades distintas operen de manera conjunta, un logro esencial en un entorno de amenazas híbridas que combinan lo militar con lo cibernético, lo informativo, lo económico, lo financiero, el espionaje y el sabotaje.

La Alianza ha demostrado su eficacia en crisis como los conflictos en los Balcanes o la respuesta al 11-S, cuando se invocó por primera y única vez el Artículo 5 del Tratado de Washington («el ataque a un miembro de la Alianza es un ataque a toda la Alianza»), sellando la solidaridad transatlántica. Como afirmó el exsecretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, «la Alianza es más necesaria que nunca en un mundo donde la competencia estratégica está en escalada» (Stoltenberg, 2023). Sin la OTAN, Europa carecería de un marco unificado para enfrentar desafíos como la coerción rusa, el terrorismo o la proliferación de misiles balísticos y, aún más peligrosos, los misiles hipersónicos.

Más allá de lo militar: una cultura estratégica compartida

La Alianza trasciende lo puramente militar. Es un ecosistema de cooperación que fomenta una cultura de defensa esencial para la cohesión europea. Esta cultura implica reconocer los riesgos —desde la desinformación hasta el terrorismo— y cultivar la solidaridad entre aliados. Los desafíos que enfrenta el flanco oriental, como los que se enfrentan Polonia o los países bálticos, no son ajenos a España o Portugal; son problemas compartidos que exigen empatía y un compromiso firme.

Esta conciencia colectiva contrarresta la «ceguera estratégica» (ignorar a los enemigos de las democracias) que el filósofo Edward Luttwak atribuye a las democracias, propensas a la complacencia en tiempos de paz (Luttwak, 2016). A través de ejercicios conjuntos, intercambio de inteligencia y una visión común de los riesgos, la OTAN fortalece no solo la seguridad militar, sino también la resiliencia social frente a amenazas como los ciberataques o la manipulación informativa.

Inversión en defensa: un multiplicador de progreso y soberanía

Ha llegado el momento de desterrar la idea de que el gasto en defensa es un derroche. Correctamente entendida y planificada, la inversión en defensa es un motor de cohesión social, desarrollo económico y progreso tecnológico. Las Fuerzas Armadas no solo protegen; también forman ciudadanos disciplinados y cualificados, capaces de integrarse con éxito en el mercado laboral. La formación técnica y humana que reciben las tropas fomenta valores como el esfuerzo, el sacrificio y el trabajo en equipo, un patrimonio social inestimable.

En el plano industrial, la defensa impulsa sectores punteros. En España, empresas como Navantia, Airbus Defence and Space, Indra o SAPA son ejemplos claros de cómo el sector militar genera una innovación que tiene un efecto directo y beneficioso en el ámbito civil. Los avances en radares, sistemas de navegación como GPS o Galileo, y tecnologías aeroespaciales tienen sus raíces en la defensa, mejorando la aviación comercial, la seguridad marítima y la navegación aérea. Según la Comisión Europea, la industria de defensa genera 1,4 millones de empleos directos e indirectos en la UE y contribuye al 1,3 % del PIB europeo (Comisión Europea, 2021).

Países como Suecia, con Saab, o Alemania, con Rheinmetall, demuestran que naciones de todos los tamaños pueden desarrollar industrias de defensa de vanguardia. España, con un potencial industrial significativo, debe reforzar este sector para fortalecer su seguridad y competitividad, además de su soberanía tecnológica. No debemos olvidar que la última revolución industrial impulsada por el sector de la defensa, a principios de este milenio, fue un tren que España perdió. Hoy tenemos la posibilidad de reengancharnos a la vanguardia tecnológica, científica, de ingeniería e industrial con la nueva revolución de la defensa, impulsada por la Inteligencia Artificial, la informática cuántica y fotónica y la adaptación al nuevo campo de batalla de los drones (UAV) aéreos, marítimos o submarinos.

Para lograrlo, el compromiso con el aumento importante de la inversión en defensa es imperativo. No se puede estar preparado para la guerra de mañana —que a todos los efectos ya es la guerra de hoy— con presupuestos de hace 20 años y una miopía estratégica tan mezquina como peligrosa.

Defensa: un acto de patriotismo y responsabilidad

Invertir en defensa no es un acto de belicismo, sino un acto de responsabilidad cívica, un patriotismo moderno y un compromiso inquebrantable con la democracia. Como afirmó Dwight D. Eisenhower, «la libertad no se defiende con palabras, sino con preparación y sacrificio» (Eisenhower, 1953). La defensa protege a los ciudadanos, refuerza los lazos con los aliados y demuestra una solidaridad tangible con la seguridad colectiva.

La irresponsabilidad como enemigo de la seguridad

Los riesgos son innegables y las amenazas, cada vez más agresivas y sofisticadas. La seguridad solo se consigue a través de la disuasión, cuya definición más brillante y concisa es la que nos ofreció mi compañero y gran amigo el exsecretario general adjunto de la OTAN, Alejandro Alvargonzález: «tener las capacidades militares y la decisión de utilizarlas si llega a ser necesario». Negar esta realidad, minimizar la necesidad de preparación o relativizar el compromiso con nuestros aliados es un acto de profunda irresponsabilidad. Hacer política con un asunto tan serio es, en última instancia, un acto de desprecio hacia la seguridad, los derechos y las libertades fundamentales de nuestros ciudadanos.

Europa no puede seguir procrastinando. Es imperativo que llevemos a cabo una reflexión profunda, valiente y honesta sobre la urgencia de reforzar nuestra defensa, no como un gesto de belicismo inconsciente, sino como una inversión en paz, democracia y el porvenir del continente, el único posible. Debemos recordar que la seguridad es el fundamento de todo lo que valoramos, y protegerla es nuestra sagrada responsabilidad colectiva, como españoles, como europeos, pero sobre todo como amantes de la democracia y las libertades.

¿Estamos preparados para asumir esta responsabilidad y dejar atrás la complacencia del pasado?

Gustavo de Arístegui es diplomático y fue embajador en India, Bután, Maldivas, Nepal y Sri Lanka (2012-2016)

gustvodearistegui.substack.com