Irak
Irak, diez años después
Cuando preguntan ¿dónde estaban las armas de destrucción masiva?, respondo: ¿y dónde están las fabulosas riquezas petrolíferas que decías que eran la razón «bushista» de la guerra? Aún jugando al farol, no creo haberme equivocado nunca. Las riquezas están bajo el suelo de Irak, no en las cuentas de las grandes multinacionales. Puede suponerse que Bush se equivocó en eso, pero una de las extraordinarias curiosidades de aquel conflicto es que no se toma en consideración ni la más remota posibilidad de que se hubiera equivocado respecto al armamento, un secreto tan bien fraguado y ocultado. Tenía necesariamente que estar mintiendo. Eso sí, en todo lo demás erró descomunalmente. Pero no es impensable que aquellas armas también estén enterradas, pues lo que los precedentes inspectores de la ONU dijeron que dejaban atrás cuando fueron expulsados por Sadam a finales de 1998 nunca se demostró que hubiera sido destruido, ni ante los nuevos inspectores en los meses que precedieron a la guerra ni tras todas las indagaciones después de ésta, aunque restos aparecieron muchos más de lo que se dijo.
Lo absolutamente cierto es que los servicios de inteligencia activos en Irak estuvieron convencidos de que habían existido. Luego supimos que era una deducción lógica más que algo basado en pruebas irrefutables, de la misma manera que ahora ningún ser racional se cree que los esfuerzos nucleares iraníes tengan propósitos civiles, aunque no se hayan revelado documentos que lo prueben. Lo que sí quedó absolutamente demostrado es la prioridad absoluta de Sadam por lograr ese armamento, a lo que dedicó el máximo de los escasos recursos disponibles.
En la entonces naciente guerra contra el terrorismo yihadista, hubiera sido un disparate estratégico dejar en la retaguardia el agresivo y letal régimen baazista de Irak. Entre los partidarios había variedad en lo que cada uno juzgaba prioritario para justificar la intervención, aunque todos coincidían en la importancia atribuida a las armas de destrucción masiva. Por detrás, más subyacentes que manifestados, había dos elementos de análisis estratégico. Uno era que el estado permanente de guerra con Irak era insostenible a la larga, y que aquel era el momento para sajar el infeccioso absceso, porque Bush tenía el apoyo del 70% de la población, y en el Congreso, un voto demócrata a su favor casi unánime, mientras que cuanto más tiempo se dejara pasar, más se deterioraría el cerco ya en desmoronamiento de las sanciones y más se fortalecería la posición de Sadam.
En segundo lugar, estaba la idea de que no sólo la lucha contra el terror sino la paz del mundo y hasta el progreso de la humanidad requerían una inyección de libertad y democracia en el área arabo-islámica. Frente al escepticismo, ahora reverdeciente, sobre la capacidad de imbuir a esa civilización de tales principios, Bush creía firmemente que se trataba de valores universales. Irak parecía la gran oportunidad para iniciar una experiencia liberadora, que sirviera de punta de lanza para una nueva oleada de democratización, como la que se había producido tras la caída del comunismo y la URSS.
Estas grandiosas expectativas fueron frustradas, entre otras cosas, por dos grandes errores de inteligencia: el desconocimiento del deplorable estado del país tras casi 30 años de devastador sadamismo y el no haber sospechado la airada reacción internacional. EE UU tuvo que hacerse cargo de mucho más de lo que pensaba. Cierto que la mayoría de los iraquíes, chiíes y kurdos, los recibieron como liberadores, pero los primeros estaban convencidos de que se lo debían por el anterior abandono en manos del déspota y no tenían nada que agradecer.
Una impresionante coalición de contradictorios antiamericanismos en la que hicieron su agosto los recientes perdedores de la Guerra Fría demonificaron a Bush y convirtieron en heroicos luchadores por la liberación a los sanguinarios leales de Sadam y al enjambre de fanáticos yihadistas suníes que acudían a Irak a derrotar a los americanos mediante masacres de sus heréticos correligionarios chiíes. Esta mistificación envenenó el conflicto, costó muchas vidas y ha confundido las mentes hasta hoy mismo.
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