Uzbekistán

La muerte del líder uzbeko abre la guerra de sucesión

Islam Karimov, el mayor cacique de Asia Central, fallece de un derrame cerebral después de gobernar el país de forma dictatorial durante 27 años

Islam Karimov
Islam Karimovlarazon

Islam Karimov, el mayor cacique de Asia Central, fallece de un derrame cerebral después de gobernar el país de forma dictatorial durante 27 años

Islam Karimov era uno de los líderes mundiales más longevos en el cargo, casi 27 años gobernó Uzbekistán con mano de hierro, desde antes incluso de su independencia de la URSS en 1991. Murió ayer por un derrame cerebral sufrido el pasado sábado, y no deja ningún sucesor, por lo que su fallecimiento abre una carrera por el poder en el país, una democracia sólo en la fachada, pues había ganado todas las elecciones hasta la fecha con alrededor del 90% de votos. En Uzbekistán, como en otras repúblicas ex soviéticas de Asia Central, básicamente no existe la oposición y los medios están sujetos a un férreo control gubernamental. El oscurantismo con el que se ha tratado la información sobre la salud del mandatario, obviada durante días en las noticias de la televisión nacional, vaticina el carácter de la transición, un proceso a puerta cerrada entre las élites del país, con escasas esperanzas de avances democráticos y la principal consigna de evitar un vacío de poder que puedan capitalizar en la calle los radicales islamistas, reprimidos durante años.

Tras varios días de rumores sobre su muerte, el Ejecutivo confirmó finalmente ayer la noticia a última hora de la tarde. Según la Constitución, a la muerte del jefe de Estado asume el puesto el presidente del Senado, hasta que se convoquen nuevas elecciones en el plazo de tres meses. Los analistas apuntan que Nigmatilla Yuldashev, presidente de la Cámara Alta, carece de altura política para postularse como sucesor. El favorito es Shavkat Mirziyóyev, de 59 años, primer ministro desde 2003, cercano a la familia Karimov y con el favor de un actor clave, Rustam Inoyátov, jefe de los servicios de seguridad del país.

Uzbekistán, bajo el mando de Karimov, mantuvo cierta neutralidad en asuntos de agenda exterior, equidistante entre Moscú, principal aliado comercial, y Washington, cuyo favor se ganó al ceder una base aérea para la operación contra los talibanes en el vecino Afganistán. Una equidistancia que le valió el silencio de ambas capitales ante los abusos de poder. «Deja un legado de brutal represión durante un cuarto de siglo», denunció ayer Human Rights Watch, poniendo el acento en la masacre de Andiján, en 2005, cuando la Policía disparó contra manifestantes dejando, según Cruz Roja, entre 500 y 1.000 muertos. La economía de Uzbekistán depende, en buena medida, del cultivo de algodón y de las remesas que envían los 2,3 millones de inmigrantes que viven en Rusia, la mitad como ilegales.

En todo caso, y aunque el país cuenta con reservas de oro y uranio, aproximadamente uno de cada tres uzbekos vive por debajo del umbral de la pobreza, un campo de cultivo para la radicalización religiosa. El 90% de los 31 millones de habitantes son musulmanes, pero no así su presidente hasta ayer, agnóstico convencido y erigido desde su ascenso al poder en dique de contención del islamismo radical. «Esa gente debe recibir un disparo en la sien. Si es necesario, les dispararé yo mismo. Estoy dispuesto a arrancar la cabeza de 200 personas, sacrificar sus vidas para garantizar la paz en el país», llegó a decir Karimov en una intervención ante el Parlamento tras un atentado cometido por integristas en Tashkent.

Azote de los opositores y la religión

Karimov (78) se abrió camino al poder desde el Ministerio de Finanzas, y lo alcanzó en 1989, primero como secretario general del Partido Comunista uzbeko, en 1989, y después como presidente de la recién independizada república, en 1991. Una carrera promovida desde el clan de Samarkanda, su ciudad natal, la segunda del país, uno de los dos que dominan el poder en Uzbekistán desde hace más de un siglo. A su hija mayor se la llegó a considerar sucesora potencial, pero cayó en desgracia cuando en 2014 fue acusada de corrupción, de aceptar dinero de una empresa de telecomunicaciones sueca a cambio de favores, y desde entonces vive oficialmente bajo arresto domiciliario. Karimov se confesaba admirador de Tamerlán, gran conquistador nómada, y como buen ex funcionario soviético fue poco amigo de la democracia y de la religión. Para perpetuarse en el poder modificó la Constitución, que sólo permitía dos mandatos presidenciales de cinco años cada uno. El legado de hasta 10.000 presos políticos que deja Karimov ha valido a Uzbekistán el apelativo de «la Corea del Norte de Asia Central».