Cracovia
Los campos de Auschwitz: La industria de la muerte
Hoy, 27 de enero, se cumplen 70 años de la liberación por parte de las tropas rusas del complejo de campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, una de las mayores vergüenzas de la historia de la Humanidad. 1.300.000 personas pasaron por aquel infierno y apenas 60.000 sobrevivieron.
«Cuando, en verano de 1941, (Einrich Himmler) me dio la orden de habilitar dentro de Auschwitz un lugar para el exterminio masivo, no podía imaginar el alcance ni las repercusiones de esa decisión. Se trataba de una orden insólita, monstruosa, pero los argumentos en que se sustentaba hicieron que el proceso de aniquilación me pareciera correcto (...) Si el Führer había ordenado personalmente “la solución final de la cuestión judía”, un viejo nacionalsocialista como yo no se planteaba nada más», escribía el comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, en la prisión de Cracovia, tras haber sido juzgado y condenado a muerte. Fue ahorcado el 7 de abril de 1947, en un patíbulo que aún se conserva en lo que queda de la mayor factoría de la muerte urdida por los nazis.
Entre el comienzo de la actividad de Höss y su ahorcamiento, habían transcurrido sólo siete años, pero, en medio, por la fábrica de la muerte de Auschwitz I, II (Birkenau) y III (Monowitz) habían pasado 1.300.000 personas, de las que sobrevivieron unas 60.000. La inmensa mayoría de las víctimas fueron judíos (1.000.000), pero también polacos (90.000) prisioneros de guerra de varias nacionalidades –rusos sobre todo (60.000)– o gitanos (20.000).
Sobre la verja de acceso a Auschwitz se conserva un letrero metálico: «Arbeit macht frei» («El trabajo hace libres»). En aquel lugar no deja de ser una burla sangrienta, pero tenía cierto sentido –macabro, cierto– porque Auschwitz comenzó como un campo de trabajos forzados. Allí existían los barracones de un regimiento de caballería polaco que el eficiente Höss transformó en prisión para 18.000 jornaleros, casi todos polacos. Mano de obra esclava para las industrias alemanas que se establecieron en los alrededores, entre las que destacaban un gran complejo químico (combustible y caucho sintéticos) de la IG. Farben, Siemens, Krupp...
Los obreros-esclavos murieron como moscas a causa del hambre, la enfermedad, el trabajo extenuante, las bajas temperaturas –alcanzaron los 20º bajo cero– y las ejecuciones de quienes desobedecían o intentaban fugarse. Höss los hacía desaparecer en fosas comunes excavadas por buldóceres, cuestión que le agobiaba mucho porque el procedimiento era lento, costoso e invasivo.
Su problema se agrandó cuando el Gobierno General de Hans Frank, establecido en Cracovia –a unos 50 kilómetros de distancia– comenzó a utilizar esas instalaciones para eliminar a la disidencia y a la intelectualidad polacas (más de 10.000 en 20 meses, entre ellos el franciscano Maksymillian Kolbe, que salvó la vida a un condenado cambiándose por él; fue canonizado en 1982). La solución la encontró Höss en los hornos crematorios, con capacidad para incinerar hasta 350 cadáveres al día. Dicen que Himmler tuvo una ocurrencia macabra al ver la instalación: «Aquí se entra por la puerta y se sale por la chimenea».
La solución final
El incremento de las ejecuciones a partir del comienzo del ataque a la URSS, en el verano de 1941, le forzó a buscar un método más rápido de matar y menos estresante para los verdugos de las SS que el tiro en la nuca: el Zyklon B, un compuesto químico en forma de cristales que se gasificaban en contacto con el aire húmedo, fabricado por la IG. Farben. Höss construyó cámaras herméticas en las que se encerraba a los condenados, a los que se sometía a una breve ducha y, a continuación, por una chimenea, se les rociaba con Zyklon B y se tapaba el orificio. La muerte alcanzaba a todos en menos de diez minutos
Con todo, aquella atrocidad sólo era un ensayo de lo que se avecinaba. En el verano de 1941, Höss recibió la orden de organizar «un exterminio masivo». Himmler se adelantaba a la «solución final» acordada en Wansee, en enero de 1942. Se trataba de eliminar a los once millones de judíos que, según calculaban los nazis, habitaban en Europa. Para acometer tal atrocidad se precisaba industrializar la muerte y Höss lo organizó en Auschwitz II (Birkenau): levantó 250 barracones con capacidad para 75.000 prisioneros, que, en muchos momentos, fueron más de 100.000.
El desarrollo de aquellas terroríficas instalaciones continuó hasta mediados de 1944, en que llegó a haber cuatro campos principales y 38 sucursales (comandos) con múltiples cometidos: trabajos agrícolas, ganaderos, mineros, forestales, industriales... Los esclavos de Auschwitz tuvieron que realizar funciones cada vez más variadas, de acuerdo con las necesidades impuestas por la guerra: reconstruir fábricas, reparar carreteras, puentes, vías férreas o servir como cobayas a los perversos médicos que, como Mengele, realizaron allí aterradores experimentos pseudocientíficos.
Las condiciones inhumanas del trabajo ocasionaban gran mortandad, pero ése era sólo un medio colateral de eliminación de los reclusos. La auténtica industria de la muerte se centraba en Birkenau, cuya visión es aterradora aún hoy, pese a que las cámaras de gas y los hornos fueron destruidos por las SS para eliminar las pruebas del inconmensurable crimen.
«Aktion Höss»
Aquella fábrica criminal era tan eficiente que Höss fue ascendido y dejó Auschwitz durante unos meses (se asegura, también, que el relevo fue originado por sus relaciones sexuales con una prisionera), pero a finales de la primavera de 1944 «la solución final» alcanzó a los judíos de Hungría y Rumanía, que fueron enviados a Auschwitz a un ritmo diario de unos 12.000. La dirección del centro fue desbordada por la magnitud de la criminal misión y Höss tuvo que regresar para organizar la «Aktion Höss».
El problema no eran las cámaras de gas con capacidad prácticamente ilimitada, sino la incineración de los cadáveres, pues varios hornos no podían funcionar por la noche debido a que su resplandor orientaba a la aviación Aliada. Para complementar a las incineradoras Höss ordenó excavar fosas de hasta 50 metros de profundidad. Y cuando incluso la cantidad de cadáveres sobrepasó la capacidad de las fosas, los cadáveres se almacenaron en grandes naves para incinerarlos cuando hubiera lugar. En el verano de 1944 llegaron a Auschwitz unos 438.000 judíos, de los cuales sobrevivieron unos pocos millares.
A finales de 1944, el avance de las tropas soviéticas redujo la actividad y las SS se dedicaron a destruir la documentación y las instalaciones de la infernal factoría. Mediado enero de 1945 aún quedaban en Auschwitz unos 70.000 reclusos y las SS sacaron a unos 60.000 que estaban en condiciones de caminar, prácticamente los últimos obreros forzados de las industrias ya estaban e iniciaron una terrible marcha de la muerte. Subalimentados y mal calzados, caminaron hacia Alemania por carreteras heladas. Más de 10.000 quedaron en las cunetas porque, agotados, se desplomaron y recibieron un disparo en la cabeza.
Pero aún quedaban en Auschwitz otros 8.000 reclusos, gran parte de ellos enfermos, al cuidado de algunos médicos también prisioneros. Como ni había medicamentos ni comida, la enfermedad y la inanición mataron a varios centenares más e, incluso, aún hubo nuevos asesinatos por parte de cuadrillas de las SS que pasaron por el campo en busca de botín. Cuando el 27 de enero llegaron las vanguardias soviéticas encontraron a poco más de 7.000 supervivientes, hambrientos, enfermos, andrajosos y rodeados de millares de cadáveres medio putrefactos o congelados por las bajísimas temperaturas del invierno polaco.
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