Italia
«¿Por qué en Europa no nos quieren?»
Faisal, un joven sudanés retenido en Ventimiglia, mantiene su sueño de estudiar Medicina. Más de 500 inmigrantes esperan junto a él en la frontera para proseguir su viaje al norte
Faisal, un joven sudanés retenido en Ventimiglia, mantiene su sueño de estudiar Medicina. Más de 500 inmigrantes esperan junto a él en la frontera para proseguir su viaje al norte
Faiz Faisal, de 25 años, e Ibrahim Rabbah, de 41, sólo tienen una idea aproximada de dónde se encuentran. Ambos provienen de la región sudanesa de Darfur, desangrada por la guerra desde hace más de una década. Dejaron su tierra para intentar buscar un trabajo en Reino Unido y poder así mandar dinero a sus familias, pero en su viaje «hacia un nuevo futuro», como dice Faisal, se toparon con que Francia les cerraba el paso. Junto a otros inmigrantes de su tierra que conocieron en su viaje a través de Libia y del Mediterráneo, esperaban ayer echados en unas colchonetas en el campamento que la Cruz Roja ha levantado junto a la estación de tren de Ventimiglia, el último pueblo italiano antes de la frontera.
Los inmigrantes se agolpan alrededor del reportero cuando les enseña en la pantalla de su teléfono un mapa con la ubicación exacta del lugar donde están. Asienten con gesto severo al ver el largo camino recorrido desde Darfur. «Aún nos queda mucho para llegar a Gran Bretaña», dice Rabbah, quien vivió en Libia la peor parte del año y lleva dos meses de viaje. «Allí la gente es muy mala. Me robaron y lo pasé muy mal. Luego el trayecto por mar también fue muy duro. Estuve tres días en una barca con otras 94 personas. Después de que nos recogiera un barco del Ejército italiano desembarcamos en una isla muy pequeña, pero no sé cómo se llamaba». «¿Lampedusa?», le pregunta el periodista. Tras pensarlo durante unos segundos, responde afirmativamente con la cabeza.
A su lado, el joven Faisal da las gracias al pueblo y a las autoridades italianas. «Nos dan comida y agua y nos tratan muy bien. No es como Libia, allí todo fue horrible». No quiere dar más detalles de aquella experiencia. Sí que cuenta en cambio que en el trayecto en patera por el Mediterráneo estuvo durante tres días sin comer ni beber nada. «Sólo tomamos algo cuando nos rescataron». A diferencia de sus compañeros, Faisal, que habla un buen inglés, consiguió entrar en Francia, pero sólo pudo continuar allí un día su viaje hacia Reino Unido, pues la Policía gala le detuvo y le expulsó hacia Italia.
«¿Tú sabes cómo está ahora la situación con Francia? ¿Tienes idea de cuándo nos dejarán pasar?». Son preguntas habituales que hacen a los europeos los alrededor de 500 inmigrantes que esperan en Ventimiglia desde hace ya diez días para seguir su viaje hacia el norte de Europa. Unos 400 duermen en la estación de tren, tirados por el suelo en los pasillos al lado de los baños o en la zona habilitada por la Cruz Roja. Otros 170 aguantan ya desde hace más de una semana en la escollera frente al mar delante del paso fronterizo del puente San Ludovico. Muchas de estas personas, como les ocurre a Faisal y Rabbah, no tienen nada claro dónde se encuentran. Por eso los miembros de la Cruz Roja francesa e italiana, que trabajan conjuntamente para atender a los inmigrantes, han pedido a los ciudadanos mapas o libros escolares de geografía.
Como la gran mayoría de los indocumentados que esperan en Ventimiglia a que Francia les permita pasar por su territorio, Faisal y Rabbah no han pedido el estatus de refugiados en Italia. De hecho, ni siquiera se han identificado ni han dejado que les tomen las huellas dactilares, como prevén las leyes europeas. Ellos se negaron y las autoridades italianas tampoco les forzaron, dejando así que puedan solicitar asilo en otras naciones. Se trata de una irregularidad cada vez más común. Los inmigrantes que llegaron hace dos o tres años no sabían que podían negarse a dar las huellas y hoy lamentan estar bloqueados en Italia, donde no encuentran un empleo ni tampoco el Estado satisface sus necesidades.
«Ya sabíamos que los italianos son buena gente, pero también que aquí no había que quedarse porque es muy difícil trabajar», explica Faisal. Su sueño es completar su educación en Reino Unido y llegar a ser médico o periodista. «Esperemos que la situación cambie y podamos seguir. La verdad es que ahora mismo estaría mejor en mi país. Me encuentro en medio de un gran problema, pero tengo claro que no voy a volver», cuenta este joven sudanés. A su lado, Rabbah junta las muñecas para explicar qué es lo que les ocurrirá si les devuelven a su tierra: «El Gobierno te mete directamente en la cárcel y te pasas allí un año. No le gustan los negros como nosotros».
También huía de la tiranía de su Gobierno Miron, una muchacha eritrea de 20 años con una gigantesca cruz tatuada en la frente. Ha intentado ya tres veces cruzar a Francia para dirigirse a Reino Unido, donde vive su marido, también eritreo, pero la Policía gala siempre la detiene y la devuelve a Italia. Lleva una semana durmiendo en la estación de tren de Ventimiglia. «Aquí nos tratan bien, pero nuestro problema es seguir. ¿Qué vamos a hacer si los franceses continúan sin dejarnos pasar?». Tras explicar su situación, intenta convencer al reportero para que le ayude a cruzar la frontera llevándole en su coche junto a un amigo etíope, Abd el Salam. De sólo 18 años, este muchacho luce una enorme cicatriz en la cara. «Vivir en mi país es morir. Aunque dejé allí a mi mujer y a mi hijo de 11 meses, tenía que partir. Yo sólo quiero trabajar para ayudarles. ¿Por qué Europa no nos quiere?».
En la estación de Ventimiglia los inmigrantes duermen bajo un techo y se encuentran en una situación algo más cómoda que los que permanecen ya desde hace nueve días en la escollera del puente de San Ludovico, a unos metros de la frontera con Francia. Pese a las sombrillas y los toldos regalados por los ciudadanos, están a merced del sol y de la lluvia, que cayó ayer durante parte de la tarde.
No les falta ropa ni comida, que ciudadanos franceses e italianos llevan días donando en abundancia. Se encarga de distribuir todo la Cruz Roja. Frente a una larga fila de cajas repletas de camisetas, pantalones, mantas y hasta pañales, Samy al Akatir observa con la mirada perdida a los automóviles cruzando en los dos sentidos la frontera. «¿Cuándo nos dejarán pasar a nosotros?», dice este jordano de 19 años. «Espero que la situación se resuelva pronto, porque es muy duro estar aquí durmiendo en las rocas y sin saber qué va a ser de nosotros».
A estas incomodidades se une el ayuno que mantienen durante las horas de luz, pues celebran el Ramadán, una festividad tan importante para los musulmanes como la Navidad para los cristianos. «Echo de menos a mi familia y nunca pensé que iba a celebrarlo así, pero el Ramadán es siempre un momento especial», cuenta emocionado un inmigrante ghanés sentado frente a los escollos. «Al caer la tarde viene un imán desde Francia y rezamos todos juntos al lado del mar».
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