Guerra de Ucrania
Vivir en el infierno minado de Kamianka
Un centenar de civiles vive rodeado por minas y artefactos explosivos cerca de la localidad ucraniana de Izium. Las posibilidades de morir son muy altas, pero “esta es mi casa, mi vida”, dice un vecino
Ilona llora desconsolada delante de la casa de sus padres, destruida por los bombardeos de las tropas rusas. “Cuando abandonamos este lugar, hace más de un año, estaba embarazada de mi segundo hijo”, dice la joven, de 27 años, mientras intenta mantener la compostura. Quiere entrar en la vivienda situada en la pequeña aldea de Kamianka, cerca de la ciudad de Izium, pero eso le podría costar la vida. El patio y el bosque de alrededor están sembrados con minas antipersonales y las muy peligrosas y casi invisibles entre el follaje, minas mariposa, las cuales parecen un juguete y están diseñadas no para matar, sino para cercenar brazos y piernas, sobre todo entre los niños.
“Es muy probable que el interior esté plagado de minas trampa colocadas por los rusos”, explica Yuri, el jefe del equipo de investigación de la Fondation Suisse de Déminage (FSD) desplazado en la población. La organización trabaja en Ucrania desde 2015. Opera en las provincias de Kyiv, Chernihiv y Járkov, con actividades puntuales en Mykolaiv y Odessa. “Contamos con diez equipos especializados en limpieza de campos de batalla, dos equipos de limpieza con máquinas, dos que limpian edificios derrumbados utilizando vehículos de construcción blindados, diez equipos de inspección no técnica y cuatro centrados en informar sobre el riesgo de las municiones explosivas. En total, más de 200 personas”, explica Eleanor Porritt, una de sus jefas de operaciones en Járkov.
“Es un horror, el pueblo está destrozado”, concluye Ilona, rota, sollozando, antes de meterse en el coche y abandonar este pueblo convertido en un basurero de guerra. Y tiene razón. No hay ni una sola casa que no haya recibido al menos un impacto de artillería, así como fueron saqueadas a conciencia por los soldados del Kremlin, que establecieron aquí un rudimentario sistema de trincheras y varias posiciones para sus cañones y tanques.
Solo 164 de los 2000 habitantes que había permanecen, o han vuelto, a sus casas desventradas, sin gas, agua o electricidad. “Se lo llevaron todo. Los rusos nos han robado la vida, pero gracias a nuestros ‘chicos’ hemos podido volver. Ahora vivo en Izium con mi nieto de 14 años. De momento no podemos volver, mi casa es un montón de piedras, pero ojalá nos ayuden a regresar pronto”, explica Tatiana, de 57 años, intentando esbozar una sonrisa por la que asoman varios dientes de oro.
Seguidamente, conducimos lentamente por varios caminos marcados con estacas en las que un triángulo rojo con una calavera y dos huesos cruzados establecen la frontera entre la vida y la muerte. A ambos lados de la carretera los esqueletos oxidados y carbonizados de varios vehículos, incluidos algunos blindados rusos, hacen patente la crudeza de los combates que tuvieron lugar en esta población. Destaca un viejo coche Lada de color naranja partido por la mitad al ser arrollado por un tanque ruso. “Ahí murió una familia entera mientras intentaba huir”, cuenta Yuri.
Al salir del coche, el jefe es bien claro: “no camines fuera del camino marcado. No pises la hierba a ambos lados, no entres en ningún cobertizo o casa. Lo mejor es que me sigas y pises donde lo haga yo. Hace unos días uno de los vecinos perdió una pierna en esta carretera”, explica, junto a una montaña de cajas verdes de munición vacías abandonadas por el Ejército ruso. A unos 300 metros, Yuri se detiene. “Más allá es imposible ir, si quieres seguir de una pieza”, dice, a la vez que tres operarios de su equipo preparan un dron con el que van a marcar las minas y los proyectiles que no han explotado.
El aparato asciende hasta el cielo con su característico zumbido de abejorro gigante. A través de la cámara, no tardan en encontrar sus objetivos. Granadas de mano, cohetes para los lanzagranadas RPG, obuses clavados en el suelo que no estallaron, minas antipersonales y antitanque. “Estas son las más difíciles de ver”, explica Mariya, expolicía y ahora directora de comunicaciones del FSD, “porque la hierba está muy crecida”. A su lado, otro integrante del grupo apunta en un mapa de papel la localización exacta de cada artefacto. “El GPS del dron es una herramienta muy buena, pero hemos pedido uno que tenga cámara térmica para facilitar el trabajo. Ojalá llegue pronto”, añade.
“Cuando tengamos toda la zona mapeada e identificada, entonces será el turno de los equipos que las extraen del terreno”, indica Tania, quien antes de las hostilidades, “que en mi hogar comenzaron en 2014”, recalca, trabajaba como farmacéutica en Slovinask, y ahora arriesga su vida como técnica del FSD porque “esta es mi tierra, quiero que mis hijos crezcan libres en su país”. Los motivos de Mariya son similares. “Me siento feliz haciendo este trabajo. Quiero ayudar a la gente y esta es la mejor manera que tengo de hacerlo”. Por su parte, Yuri, que antes de la guerra era ingeniero y experto en telecomunicaciones, dice que “no me he alistado porque no me siento preparado para matar a nadie. No está en mi naturaleza. Al principio de los combates trabajaba como voluntario cerca del frente, pero con lo que hago ahora puedo ayudar a mucha más gente”.
Otro de los vecinos se acerca. “Vengo de pescar en el pequeño lago que hay allá abajo”, indica con el brazo Sergeiy, de 67 años, hacia una zona boscosa. ¿No es peligroso? “Claro, pero, ¿qué le voy a hacer? Aquí está mi casa, mi vida. He despejado lo que podía yo mismo”, algo que bordea el suicidio, “y con los vecinos hemos abierto un camino con el tractor hasta la ribera. Tenemos que comer, todavía hay peces. Los animales que tenía, vacas y cerdos, los rusos los mataron o se los comieron. Hui nada más verlos llegar y cuando volví, en mayo de este año, mi casa estaba en ruinas y no quedaba nada”. El hombre nos lleva hasta lo que era su vivienda, donde sobrevive con su mujer.
Han construido un cobertizo de madera para refugiarse entre los escombros del jardín, en el que ha apilado cajas de munición rusas, pedazos de uniformes, botas, cascos y demás pertrechos que las tropas del Kremlin abandonaron. “Construí esta casa con mis manos, y lo volveré hacer, pero ya soy mayor y el invierno no tardará en llegar. Necesitamos ayuda”, explica mientras se da la vuelta. “Un momento, os enseño algo”, dice. Después de unos segundos sorteando la herrumbre en la que se ha convertido todo lo que poseía vuelve, sonriente, con una granada en la mano. “Tenía un cubo lleno. Se las di a los soldados ucranianos. Tranquilos, le he quitado la espoleta”, indica al ver nuestras caras de circunstancias.
Cuando el sol está decayendo, el equipo se detiene junto a un vehículo blindado chamuscado donde varias banderas amarillas y azules ondean al viento junto a las fotografías de los dos soldados ucranianos que murieron en el interior. Delante hay un cubo de rosas rojas medio marchitas. “Es una tumba y un monumento”, dice Yuri. “Es hora de marchar, por la noche este lugar es una trampa mortal”. Antes de partir, el miembro del FSD recuerda:
“Por cada mes de guerra se necesita un año para limpiar los campos de minas y artefactos explosivos. Si tuviéramos 100.000 desactivadores, quizás podríamos acabar el trabajo en esta década. Pero solo contamos con 5.000. Haz las cuentas tú mismo. E incluso encontramos artefactos de la Segunda Guerra Mundial, porque aquí se produjeron grandes batallas entonces. Queda mucho, mucho trabajo por hacer”, concluye, apesadumbrado.
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