El desafío independentista
Cataluña contra Cataluña
El gran problema político de España es el nacionalismo catalán, alejado de la centralidad política y dispuesto a romper las leyes en las que se sustenta la propia autonomía de Cataluña
Como en tiempos de la Solidaridad Catalana, hace más de un siglo, el nacionalismo ha conseguido unir las diversas corrientes que lo componen. A diferencia de lo que ocurría entonces, el objetivo no es ya «recuperar» instituciones de autogobierno, sino proclamar la independencia de Cataluña. También por primera vez desde la Segunda República, el nacionalismo conservador, el que puede proclamarse –con razón– fiel seguidor de los primeros ideólogos nacionalistas, va a rastras del nacionalismo de izquierdas. Artur Mas, el «president», se mira complacido en la imagen que le devuelven los monitores de televisión y las masas que logra reunir ante el Palau de Sant Jaume. En realidad, depende de los republicanos de la Esquerra. Los equilibrios a la italiana de los que probablemente se jactan en CiU no disimulan el hecho de que su gobierno es antes que nada la ejecutiva de un grupo político, o a la vanguardia –en sentido leninista– de un grupo dispuesto a llevar a la sociedad catalana a una tierra prometida y uniformada.
Al proyecto de redención se añade la corrupción rampante en este grupo, que considera Cataluña una propiedad privada. Hoy apoya a esta vanguardia el 33,9 por ciento del censo: en 1984 lo apoyó el 33,6 por ciento. Los creyentes dicen que el nacionalismo ha roto al fin su techo electoral... Todo esto contribuye a explicar por qué los nacionalistas han decidido precipitar las cosas y forzar una estrategia pensada para plazos mucho más largos. Está la herencia de Rodríguez Zapatero, claro, y también la debilidad institucional puesta en claro por la crisis. Tal vez los nacionalistas han intuido que estaban ante la última oportunidad, antes de que esa misma crisis, y la respuesta al intento de desmantelamiento llevado a cabo entre 2004 y 2011, consolidaran como nunca hasta ahora la idea misma de España.
Las fuerzas políticas nacionales
No es la primera vez que ERC participa con ínfulas de hegemonía en un gobierno catalán. El PSC-PSOE ya salió escaldado de una alianza de este tipo aunque, por lo que se deduce de la postura abstencionista de Pere Navarro ante un posible referéndum independentista, los socialistas todavía no han logrado despejar las brumas ideológico-sentimentales que tanto les gustan. El PSOE, incluyendo a los socialistas catalanes, culmina en este desconcierto una larga historia. De por sí, el PSOE, como en general la izquierda española desde 1812, habría implantado un régimen centralizado, al estilo del republicanismo francés. Sin fuerzas para conseguirlo, se replegó en la coartada del fracaso de la nación española y en la propuesta de una nueva nación, una nueva España en rigor, formada esta vez por los pueblos –o las naciones– que componen una entidad de perfiles indefinibles.
Como ocurre una y otra vez en nuestra historia, la izquierda consiguió su objetivo, en este caso el Estado de las Autonomías. Ahora bien, en vez de fijar de una vez una idea de España y una nueva lealtad hacia la nación, con lo cual el PSOE habría firmado la defunción de su radicalismo, se deja arrastrar de nuevo hacia el maximalismo independentista. Habiendo contribuido durante años –y con qué convicción– a la catalanización de lo que en otro tiempo habrían llamado las «masas obreras», ahora los socialistas parecen incapaces de mudar de rumbo. Sería como reencarnar el antiguo lerrouxismo. Así que hará falta un liderazgo serio y un debate aún más enérgico para reconducir una situación muy difícil.
El Partido Popular, por su parte, heredó la tradición del centro derecha liberal y democrático español desde tiempos de Silvela y de Maura. Según una decisión estratégica tomada entonces, el gobierno de Cataluña se delegaba en el nacionalismo conservador. A cambio, se mantenía la esperanza de incorporar al nacionalismo, algún día, a la gobernación del conjunto de España. Como consecuencia, el centro derecha español –el político– abandonó el deber de elaborar una idea consistente e inteligible de la nación española, más allá de las apelaciones abstractas al «patriotismo constitucional». Tampoco compitió de verdad con los confusos y destructivos ideales del socialismo. (Por eso la propuesta de «españolizar» a los niños catalanes resulta tan desorbitada) En los últimos años, se ha iniciado el cambio de dirección. El Partido Popular ha dejado de ser invisible en Cataluña y empieza a asumir con naturalidad su condición de partido catalán y español, así como su vocación de gobierno en todos los territorios de España, sin excepciones.
El centro y la vigilancia de la nación española
El resultado de estas grandes tendencias políticas ha sido el curioso experimento político español de las cuatro últimas décadas. Hemos intentado construir una democracia liberal –una Monarquía parlamentaria, por más señas–, sin sustrato nacional. Debemos ser el único país en el que, por ejemplo, los símbolos nacionales estaban evacuados de la vida pública. Lo que resulta sorprendente en el conjunto de España resulta más grave en Cataluña, porque allí, más que en ninguna otra zona de nuestro país, España y el concepto de comunidad política española constituyen el centro de la vida política. Es en torno a la naturaleza española de Cataluña como se organiza allí el espacio de la negociación, del diálogo, del posible consenso. Así que en ausencia de ese espacio templado, la política catalana tiende naturalmente a radicalizarse. Es una evolución previsible, que ya se ha producido en la historia de Cataluña y siempre con resultados trágicos. Cataluña está volviendo a convertirse en esa burbuja utópica y alternativa en la que se complacen los radicales de todo el mundo.
Es probable que, como ocurrió antes, las unanimidades nacionalistas se despejen pronto y el gobierno de Artur Mas no dure más allá de una temporada. También es posible que en este tiempo consiga organizar una parodia de plebiscito que, sin la menor eficacia, radicalizará aún más la vida catalana, alejará cualquier inversión de Cataluña y complicará la salida de la crisis en el resto de España.
La actitud de gobierno
Por eso mismo, la posición del gobierno español debe estar presidida por la máxima disposición al diálogo: con las fuerzas políticas no nacionalistas, como Ciutadans, pero también con todos aquellos que, en el espectro del nacionalismo y del socialismo, no estén dispuestos a dejarse arrastrar por la fantasía radical. Hay que reconstruir el centro en Cataluña, y eso no se hará desde la soledad y el aislamiento.
Las bazas con las que cuenta el gobierno son, por otro lado, mucho más importantes de lo que las fanfarronadas nacionalistas dejan suponer. Está la ley, el Estado de derecho, la Constitución y las instituciones democráticas: los intentos de secesión ponen a quienes los patrocinan fuera de la ley. También hacen de ellos los protagonistas de un golpe contra el orden constitucional. En este punto los independentistas cuentan con la simpatía de una opinión pública internacional que sigue viendo en el nacionalismo catalán uno de los últimos retazos de los ensueños utópicos de emancipación. La imagen de la España romántica sigue viva en las Ramblas, donde se escucha poco el catalán, por cierto. Esto estrecha el campo de acción del gobierno, que de ninguna manera se puede permitir la menor confusión con cualquier clase de posición nacionalista.
A cambio, el gobierno español tiene de su parte las instituciones internacionales y las europeas. Aquí el nacionalismo catalán suena a lo que es, nacionalismo puro y duro, el que llevó a Europa a la ruina por dos veces en el siglo XX. El gobierno cuenta también con una diplomacia pública que habrá de promocionar la dimensión auténtica de la «marca España», lejos de las ensoñaciones propias de señoritos progresistas. Desde esa misma perspectiva, está la recomposición de la idea de la nación española. Si por algo vale la nación, es porque es el espacio de la pluralidad y la tolerancia, lejos de cualquier idea de monopolio del espíritu nacional. La lealtad a la nación obliga a los nacionales a hablar y también a ayudar a sus compatriotas en dificultades. La nación no se entiende si no aspira a un mínimo de justicia. Ahí está más del 60 por ciento de la población de Cataluña –catalana, en todo el sentido de la palabra– a la que se le quiere arrebatar una parte esencial de su identidad, de su vida. Que a los españoles nos guste la tolerancia y el pluralismo no debería querer decir que no estamos dispuestos a contener el fanatismo, la intransigencia y las pulsiones suicidas de unos cuantos.
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