
Sevilla
El gran salto
El Estado franquista se puso al frente de la expansión económica para sacar a España de la autarquía

El Estado franquista se puso al frente de la expansión económica para sacar a España de la autarquía
Los historiadores seguirán debatiendo las causas, pero lo cierto es que los primeros veinte años del franquismo fueron, en términos económicos, desastrosos. No se trataba sólo de los efectos de la Guerra Civil, de la Segunda Guerra Mundial y del aislamiento posterior del régimen. Los motivos hay que atribuirlos también al socialismo en camisa azul de la Falange, que exigía intervenir la economía en busca de la justicia social y del control del capitalismo. Las intenciones puede que fueran buenas, pero, a pesar de que a inicios de la década de los cincuenta, la Santa Sede y Estados Unidos habían arrancado al régimen de un aislamiento internacional casi absoluto, en 1959, España se encontraba en quiebra económica, sin reservas y – lo que era peor– carente de perspectivas de salir de la situación. La sustitución de los camisas viejas por los tecnócratas del Opus a finales de la década y el impulso al Plan de Estabilización –en realidad, una aplicación de las viejas recetas liberales– significaron la apertura a la posibilidad real de que la nación saliera de la miseria que llevaba sufriendo décadas. Sin embargo, los tecnócratas no eran liberales.
Creían, por el contrario, en un intervencionismo estatal que impulsara la economía y que pudiera sentar las bases de una industrialización que, ciertamente, nunca había sido consumada en la historia anterior de España. La manera en que cuajó esa visión fue la aprobación de los denominados Planes de Desarrollo. Para llevarlos a cabo, se creó un Ministerio específico, el de Planificación y Desarrollo, situado a las órdenes de Laureano López Rodó. Prácticamente olvidado, López Rodó no fue sólo un opusdeísta que gozaba del favor directísimo del almirante Carrero Blanco, que abriría las puertas del Gobierno a otros hombres de la Obra y que estaba muy influido por el sistema jurídico francés. A decir verdad, fue uno de los personajes más relevantes de la Historia española contemporánea.
Así, a la vez que iba pergeñando, según el modelo galo y siguiendo las órdenes de Carrero Blanco, una administración estatal que nunca había existido plenamente, López Rodó adoptó también una visión desarrollista tomada directamente de modelos franceses. No era original y, seguramente, tampoco lo pretendía, pero sí deseaba ser eficaz y, en cierta medida, lo consiguió. El 28 de diciembre de 1963, se aprobó la ley 194 que entró en vigor el 1 de enero de 1964 y que regulaba el Primer Plan de Desarrollo. Los primeros polos de desarrollo –aquellos lugares de los que se pretendía que irradiara el crecimiento– se tradujeron en fábricas como la FASA-Renault en Valladolid y la Citroën en Vigo, así como el polo de promoción industrial de Burgos y el polo químico de Huelva.
La Coruña, Zaragoza y Sevilla fueron algunos de los lugares beneficiados por aquel primer plan. El hecho de que durante los tres años que duró (1964-7) el PNB aumentara un 6,4 % anual fue interpretado por el régimen y por millones de españoles como una consecuencia directa del plan. Sin embargo, los resultados obedecían a causas mucho más matizables. De hecho, en 1964 se inició un crecimiento de la inflación (8,6%) que obligó a medidas como la devaluación de la peseta en 1967, cuando el dólar subió de sesenta a setenta pesetas. En paralelo, el sector público dejaba de manifiesto sus limitaciones al no cumplir ni siquiera el cincuenta por ciento de lo planificado. Si el Segundo Plan de Desarrollo implicó un cierto languidecimiento sobre el primero – las críticas de algunos de los economistas del régimen, como Juan Velarde no fueron, precisamente, suaves–, el Tercero concluyó antes de tiempo en medio del fracaso.
Con la perspectiva que da el tiempo, habría que preguntarse si el desarrollismo desde el poder fue la base del despegue económico de España en los sesenta o si cabe atribuirlo a otras causas. La realidad es que en el denominado «take-off» influyeron mucho más circunstancias como el que casi dos millones de españoles hubieran emigrado al extranjero –reduciendo drásticamente las cifras de desempleo– y enviaran divisas de las que tan necesitada estaba la economía; como el que las indispensables inversiones extranjeras se vieran facilitadas por las medidas liberalizadoras del Plan de Estabilización y como el que se llevara a cabo una potenciación del turismo con lemas como el famoso «España es diferente». Quizá el paso de la alpargata al Seat 600 deba atribuirse más que a los polos de desarrollo –que nunca funcionaron como se esperaba– a las maletas de cartón de los emigrantes y a los bikinis de las suecas. Sin embargo, como suele suceder en casi todos los episodios históricos, una cosa fue la realidad y otra, bien diferente, la percepción que de la misma se tuvo. En la mente de millones de españoles quedó grabada la noción de que la prosperidad económica estaba vinculada más a la acción del Estado que a la iniciativa empresarial privada. Esa visión – que aún persiste – se traduciría en el deseo de un poder público vinculado a la economía, un proteccionismo defensor frente a las importaciones extranjeras y una falta de adiestramiento para la libre competencia. Las pésimas consecuencias de esa perspectiva empezaron a revelarse antes de la muerte de Franco y se convirtieron en clamorosas tras la entrada en la Unión Europea que, por su propia naturaleza, impide un capitalismo de invernadero. El desarrollo en los años sesenta, con los matices que se desee, fue innegable, pero no resulta tan innegable que se aprendieran sus lecciones.
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