La Razón del Domingo

El otro Don Juan

El otro Don Juan
El otro Don Juanlarazon

El padre del Rey fue protagonista de un drama histórico. Después de 30 años esperando la corona, fue su hijo quien la heredó. Entre ambos hubo una relación de respeto, pero también tiranteces. Los dos siempre pensaron en el bien de España

El 23 de julio de 1969, Don Juan de Borbón salió de Villa Giralda, abrumado por la desilusión, y se embarcó entre dos luces, como buen marino, en su velero. Necesitaba estar solo. Bordeó el cabo Carvoeiro en Figueira da Foz y siguió por el río Mondego hacia Coimbra. Como otras veces, se detuvo en Montemor-O Velho, se dirigió al bar de costumbre y pidió una botella de whisky. Rogó después que conectaran TVE. Y siguió atentamente el discurso de aceptación de su hijo en las Cortes en presencia de un Franco decrépito y complacido. Cuando el Príncipe finalizó su intervención, Don Juan comentó: «Mi Juanito ha leído muy bien». Acertó. Su discurso de aceptación del trono, con el título de Príncipe de España, en el que hubo de hacer no pocos equilibrios, lo había escrito Alfonso Osorio en su casa con la ayuda de Jacobo Cano, colaborador cercano de Don Juan Carlos.

La suerte parecía echada. Se consumaba el drama y él quedaba fuera del reparto.

Después de treinta años esperando la corona, se la arrebataba nada menos que su hijo. Una enorme amargura se apoderó de su alma. Ni el whisky consiguió consolarle esa mañana. La larga disputa por la corona entre Don Juan y Franco se inició nada más acabada la Guerra Civil. Al final se imponía el arbitraje del Generalísimo bajo la atenta mirada de los militares vencedores de la contienda. Don Juan Carlos, después de una infancia y una juventud marcadas por la soledad, la incomprensión y la ausencia del padre, llevado de aquí para allá como una maleta sin dueño y utilizado como dócil peón de la partida que se disputaba a distancia entre El Pardo y Estoril, se veía obligado al fin a sacrificar a su amado padre para salvar la institución monárquica.

La escena central del drama se había desarrollado en el despacho de Franco en El Pardo el 15 de julio a las cuatro de la tarde. Cuando Franco le hizo el esperado ofrecimiento de ser su sucesor a título de rey, Juan Carlos, un tanto azorado, le dijo que antes tenía que poner a su padre al corriente. «Preferiría que no lo hicierais, Alteza», le advirtió el Caudillo. «Mi General –le replicó el Príncipe–, yo no puedo mentir a mi padre y menos ocultarle una noticia tan importante». Entonces, según contó Don Juan Carlos a José Luis de Vilallonga, «me miró en silencio unos segundos, con cara imperturbable. Después me preguntó: ''Entonces..., ¿qué decidís, Alteza?''. No me dijo: ''Tomaos tiempo para reflexionar vuestra respuesta''. No. Tenía que responder allí, enseguida. Al final había llegado el momento que yo tanto temía. De pie, frente al general que esperaba imperturbable, hice un razonamiento muy sencillo, un razonamiento que ya había hecho a menudo para mis adentros. Ahora, el envite principal no era saber quién iba a ser rey de España, si mi padre o yo. Lo importante era restaurar la monarquía en España».

Como Franco le había prohibido comunicárselo aún a su padre, llamó por teléfono a su madre y le dio la gran noticia. Doña María comprendió enseguida las demoledoras consecuencias que esto iba a tener en las relaciones entre el padre y el hijo y se dispuso a hacer de mediadora entre ellos y salvar, por encima de todo, la unidad familiar. Ella fue siempre la clave de esta familia. Esta vez su tarea fue ardua.

Profunda crisis

Las relaciones entre Don Juan y su hijo atravesaron una profunda crisis. Don Juan se sintió engañado y, en cierta medida, traicionado. Las cartas informándole de lo que había pasado –la de Franco en mano del embajador Giménez-Arnau y la de Juan Carlos llevada por el marqués de Mondéjar y encabezada por un «Queridísimo papá»– llegaron al jefe de la dinastía a la mañana siguiente. La afectuosa misiva del hijo no consiguió apaciguar al padre, que se negó durante varios días a ponerse al teléfono y responder a sus insistentes llamadas. La lectura de la de Franco hizo exclamar a Don Juan: «¡Qué cabrón! ».

Doña María llamó a Nicolás de Cotoner, marqués de Mondéjar, jefe de la Casa del Príncipe, al hotel de Estoril donde se hospedaba, y le encargó: «Dile a Juanito que estoy muy contenta, felicítale. Y que sepa que yo me ocupo de que aquí no se haga ninguna tontería».

Durante varios meses la situación entre ellos fue extraordinariamente dura. Empujado por sus consejeros, encabezados por Pedro Sáinz Rodríguez y José María de Areilza, Don Juan obligó al hijo a devolver la placa que tradicionalmente conservaba el heredero del trono y que había entregado a Juanito cuando tenía tres años, y le despojó del título de Príncipe de Asturias. A partir de ese momento, padre e hijo tomaron cada uno su propio camino: Juan Carlos, recluido en la Zarzuela, cada vez más reservado y taciturno, incrustado en los mecanismos del régimen, permanentemente vigilado, solo, abrumado por la incertidumbre y sufriendo los recelos de unos y de otros, y Don Juan, radicalmente opuesto a los planes de Franco, desencantado del hijo y negociando a calzón quitado con la oposición antifranquista el futuro de España.

A finales de año padre e hijo mantuvieron en el hotel Royal de Lausana una conversación dura y franca, que terminó con un abrazo y que equivalió a una especie de pacto de familia –«yo desde dentro y tú desde fuera»– que suavizó, aunque no eliminó la tensión política entre ellos.

El equilibrio de la madre

«Mi madre –me ratifica su hija, la Infanta Doña Pilar– fue la que medió para buscar el equilibrio. Siempre fue leal a su marido y a su hijo, a los dos al mismo tiempo. Si había tensión entre el padre y el hijo, en casa se notaba. Pero eso no impedía la relación familiar. El afecto entre mi padre y Juanito se mantuvo. La tirantez era política, no era familiar. Siempre fuimos una familia». Doña María estaba discretamente con el hijo. Se dio cuenta de que con Don Juan no había salida y se ocupó de evitar que el enfrentamiento entre ellos fuera irremediable.

Don Juan era un Borbón vitalista y visceral, noblote y buena persona, con fuertes brotes de mal genio. Con su vozarrón alto y brusco asustaba a su hija Margarita, la ciega, según me confesó ésta. Era muy español. Su sueño permanente, su obsesión, era España, el paraíso perdido. Sólo la ilusión de regresar un día le mantuvo el ánimo en el largo exilio.

Era amigo del mar, del vino y de las mujeres, aficionado a los toros y a la caza, muy liberal y recto, un tanto machista, siguiendo las costumbres de la época –llegó a oponerse a que las infantas cursaran el bachillerato– y bastante culto: según Luis María Anson, llegó a tener una biblioteca de más de tres mil volúmenes, todos leídos y consultados. Esta estampa no se corresponde en nada con la opinión rencorosa de su cuñada Emmanuela Dampierre, para la que era «tonto y no tenía ningún atractivo; era infantil y vanidoso, poco inteligente, bruto y mala persona».

Con independencia de sus defectos, que tanto hicieron sufrir a su mujer, Doña María de las Mercedes, y a Juanito, su hijo primogénito y heredero de la dinastía, Don Juan fue, desde luego, un gran patriota, partidario de la democracia, a cuyo advenimiento colaboró activamente, y de la reconciliación de los españoles. Su sueño de ser rey de todos los españoles se cumplió paradójicamente, como feliz desenlace del drama, en el hijo.

Entre el padre y el hijo salvaron la Monarquía. Para ello él tuvo que abdicar con la llegada de la democracia, apurando la copa de la generosidad, en un acto devaluado en La Zarzuela, oficiado en la sombra por Torcuato Fernández-Miranda, uno de los momentos más amargos de su vida.

Bajó, por fin, el telón. Antes de morir, Don Juan confesó al que quisiera escucharle que se sentía profundamente orgulloso de su hijo, seguramente el mejor Rey que ha tenido España.

El momento más duro

Don Juan quería a su hijo, pero le trató siempre más como heredero de la dinastía, cargándolo de responsabilidades, que como hijo, convencido de que el oficio de rey obligaba a sacrificar o reprimir los afectos más íntimos. Todo valía para conseguir y para preservar la corona. El Rey aprendió bien esta lección de su padre. La sombra de Alfonsito, el hermano muerto en aquel trágico Jueves Santo, el predilecto de Don Juan, se interpuso siempre entre el padre y el hijo. Fue un acontecimiento decisivo. Entre Don Juan y Doña María se impuso un silencio angustioso. No hubo reproches. Sólo silencio. «Los dos cambiaron muchísimo», me confiesa Doña Margarita. Don Juan mantuvo mejor el tipo. Doña María se hundió. Cayó en una profunda depresión. Al borde de la aniquilación –ella, tan alegre, tan expansiva siempre– se agarró al rosario y al alcohol. Hubo que internarla durante dos años en un sanatorio de Francfort. Él le ayudó y la salvó. Ella salvó después a la familia.