Estocolmo
El paraíso sueco en llamas
Los recientes motines cuestionan la convivencia en Suecia, donde los inmigrantes son el 15% de la población.
Suecia tiene hoy una población inmigrante de 1,4 millones, lo que representa el 15% de sus 9,5 millones de habitantes. Si a ello le sumamos los hijos de los inmigrantes nacidos en el país, llegamos a una cuarta parte de la población de Suecia. Es por ello que fracasar con la integración de una parte significativa de los inmigrantes y sus hijos es, simplemente, fracasar como país. Esto es lo que quedó en evidencia en los recientes motines urbanos.
Lo que allí afloró dramáticamente es una realidad marcada por una exclusión social radical que se ha ido formando durante varias décadas. En medio del paraíso sueco, se han enquistado cientos de suburbios habitados casi exclusivamente por inmigrantes, donde el desempleo, el fracaso escolar y la dependencia del asistencialismo estatal es lo normal. Ya en 2004 encabecé el trabajo que condujo a la confección del primer Mapa de la Exclusión (Utanförskapets karta) en Suecia. Su resultado fue alarmante: en 2002 existían 136 «barrios excluidos» donde menos del 60% de su población en edad activa trabajaba, menos del 60% de los alumnos terminaba con éxito sus estudios básicos y menos del 60% de sus electores potenciales votaba. En una versión posterior del Mapa se pudo constatar que en 2006 los barrios excluidos sumaban 156 y en ellos vivía más de medio millón de personas.
Tres causas fundamentales han llevado a esta situación: el proteccionismo de los poderosos sindicatos socialdemócratas, el asistencialismo del Estado del Bienestar y un enfoque multiculturalista que fomenta la segregación. Vamos por partes.
Desde los años 70 Suecia ha recibido importantes olas de refugiados y sus familiares provenientes en especial de Oriente Medio, el Cuerno de África y la antigua Yugoslavia. Ello coincidió con el cierre hermético a la inmigración laboral, demandada por los sindicatos socialdemócratas a fin de eliminar toda competencia que debilitase su control sobre el mercado de trabajo. Esta perspectiva sindical proteccionista determinó también la forma de acoger a los refugiados. Bajo la retórica de una «política salarial solidaria» se le imposibilitó al inmigrante competir en el mercado laboral de la única manera en que hubiese podido hacerlo, es decir, costando menos para poder compensar sus desventajas idiomáticas, el no poseer una educación homologable, su ausencia de contactos, el desconocimiento de la cultura mayoritaria, cierta discriminación, etc.
Eternos clientes
En una economía que por sus rigideces y alto costo del trabajo crea muy pocos empleos, esto se tradujo en la marginación productiva de muchos inmigrantes. Un informe de mayo de este año muestra la dramática situación laboral de dos de los grupos más importantes de inmigrantes no europeos: el nivel de ocupación entre los inmigrantes provenientes de Irak es del 39%, mientras que entre los somalíes es de apenas un 25%. El mismo informe muestra que el desempleo entre los inmigrantes supera en un 150% al de las personas nacidas en Suecia, lo que puede compararse con un mercado de trabajo menos proteccionista como el de Estados Unidos, donde no hay diferencias entre las tasas de paro de ambos grupos.
Al proteccionismo sindical hay que sumarle los efectos del asistencialismo del Estado benefactor. Su función ha sido crear una maraña de subsidios a fin de compensar la falta de trabajo. Así, a muchos inmigrantes se les ha ofrecido una forma de integración que los convierte en eternos clientes de un aparato social que los mantiene en una exclusión subsidiada, que inexorablemente va destruyendo la potencialidad y dignidad humanas.
Bajo esas condiciones, y con esos padres reducidos a la indignidad, han nacido y crecido aquellos jóvenes que hoy siembran la devastación en sus propios suburbios. Pero a ello se le sumó un enfoque multiculturalista que no hizo sino reforzar los mecanismos de exclusión. En vez de insistir en la necesidad de aprender no solo el idioma sino también los valores y la cultura de la sociedad mayoritaria se debilitó el sentido de pertenencia a una sociedad común y se privó a los hijos de los inmigrantes de herramientas culturales imprescindibles para integrarse exitosamente.
De esta manera se formaron las primeras generaciones de jóvenes nacidos en Suecia que se autodefinieron como «extranjeros» (utlänningar). Pero no se quedaron allí. Pronto surgió una identidad abiertamente confrontativa en torno a lo que se llamó blatte-Sverige, es decir, la «Suecia negra», el país de los inmigrantes excluidos. Su rasgo aglutinador era oponerse a la otra Suecia, la Suecia sueca, aquel paraíso del cual nunca se habían sido parte.
Hasta esta primavera el enfrentamiento entre estas dos Suecias había sido esporádico y discreto. Ya no es así. Las víctimas del egoísmo sindical, el asistencialismo y el multiculturalismo han dejado de ser meras víctimas: han entrado tumultuosamente en la historia del idilio nórdico y ya nadie podrá ignorarlos.
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