La Razón del Domingo

En el fin del mundo

Cuando un comando especial de las SAS acabó con la vida de tres terroristas del IRA en Gibraltar, los laboristas quedaron bloqueados y en silencio ante tanta sinceridad política: «Fui yo», dijo Thatcher.

Enmienda a Malvinas
Enmienda a Malvinaslarazon

Belicoso no es sólo el partidario de la guerra, también es el pugnaz, y Margaret Thatcher hizo gala de esa condición con su propio partido, con los sindicatos, el corporativismo, el Estado protector, y sólo acudió a la guerra por las Malvinas, las Georgias del sur y las Sándwich del sur, citada por una bárbara junta militar argentina. También fue pugnaz con el terrorismo independentista del IRA, que intentó asesinarla, y dio motivo de callarse a la Cámara de los Comunes. Un comando del Ejército Republicano Irlandés integrado por dos hombres y una chica cruzaron España camino de Gibraltar con el propósito de preparar un atentado con bombas en el Peñón. Les controlaron los servicios españoles alertados por los británicos y ya en la colonia merodearon desarmados por una estación de fuel. Dos agentes del SAS (Servicio Aéreo Especial creado por Churchill durante la II GM para sabotear las retaguardias alemanas) se aproximaron y les dispararon a la cabeza. Inglaterra rugió ante lo que era un asesinato alevoso y Mrs. Thatcher compareció de inmediato en la Cámara de los Comunes no para justificarse sino para decir: «He sido yo. He disparado yo».

Los laboristas quedaron estupefactos y en silencio ante tan insólita gallardía y confesión de parte. Finalmente los SAS declararon en juicio tras una cortina y fueron absueltos por obediencia debida. En España los socialistas hicieron de eso mucho más pero infinitamente peor, y, como afirmaba Borges, no es de cristianos comerse a los caníbales, pero el crimen de Estado gibraltareño y la resolución de la crisis política que provocó, definen el carácter y la determinación de la señora Thatcher, el único hombre de su partido.

Las Malvinas, las Georgias y las Sándwich del Sur son para los argentinos mucho más que Gibraltar para los españoles: una pasión nacional que se pasa entre generaciones sin perder candencia. Desde luego Malvinas fueron españolas, pertenecientes al Virreinato del Río de la Plata y al nacer Argentina iban con la dote. Territorio inhóspito de turba helada, sin un árbol, estaban deshabitadas cuando el Reino Unido las ocupó a finales del siglo XIX sin ninguna carta de derecho. En 1982 el Proceso de Reorganización Nacional se encontraba al final de su recorrido: los horrores de la guerra sucia contra la insurgencia eran conocidos internacionalmente, la Escuela de Chicago (Milton Friedman) aplicada cuarteleramente agotó al país, la inflación subió al 90% anual, que sumada a la recesión dio en estanflación, quebraron las clases medias y por primera vez desde 1976 los sindicatos se atrevieron a salir a la calle.

Formaban la Junta Militar el presidente, teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri, un alcohólico que se creía la reencarnación del general Patton y fue el único oficial que suspendió el curso en la Escuela de las Américas (represión de la izquierda revolucionaria en Iberoamérica), el almirante Jorge Anaya y el comodoro del aire Basilio Lami Dozo. Como tantas veces ha ocurrido en la Historia, la dictadura barajó un problema externo para aliviar los desastres interiores. Los milicos (un despectivo) estuvieron al borde de cruzar la cordillera andina desde Mendoza cortando Chile en dos por el diferendo sobre el canal del Beagle, pero les pareció fácil e incruento desembarcar en los archipiélagos australes en el supuesto erróneo de que Londres no iba a estirar su logística hasta combatir a medio mundo de distancia. Les falló la psicología.

El desembarco en Puerto Argentino fue asunto de la Armada y sólo murió el capitán de corbeta Pedro Edgardo Giachino ya que la tropa continental tenía órdenes estrictas de no matar a ningún inglés. Pero permitieron que saltara al mundo la fotografía de los soldados británicos tendidos en el suelo con las manos en la cabeza, lo que se consideró una humillación innecesaria. Tampoco entendieron el efecto que tuvo en Thatcher, quien de inmediato creó un gabinete de guerra, ordenó una zona de exclusión aeronaval en torno a las Malvinas, requisó cruceros turísticos y puso al frente de una fuerza de tareas al almirante John «Sandy» Woodward.

Deuda con Chile

El preámbulo de la guerra fue un rigodón diplomático con muchas dobleces. El Presidente Reagan, a más de la OTAN, tenía un vínculo especial con la señora Thatcher, pero azuzó a su Secretario de Estado, Alexander Haig, para encontrar un acuerdo. Francia se puso del lado británico pero dejó en Argentina los técnicos de mantenimiento de los aviones «Mirage» y de los imbatibles misiles «Exocet», que quiso probar en guerra real. Perú, Bolivia y Argentina se aman por el odio común a Chile, y el primero vendió a precio de amigo a los últimos los mismos aviones y cohetes franceses recién recibidos.

Chile permitió que agentes del SAS operaran desde su Patagonia. El canciller argentino Costa Méndez logró hasta el insólito respaldo de Cuba a los gorilas uniformados de Buenos Aires. Fidel le preguntó: «Ese Benjamín Ménendez que manda la ocupación ¿qué clase de general es?». «Pues un morocho medio indio; del interior». «No, quiero saber si es de los que pelean». No era ociosa la pregunta. El general Ménendez se rindió mientras contemplaba por televisión un partido de fútbol, sus soldados eran conscriptos y la mayoría de provincias del norte, semitropicales poco aptos para la guerra del fin del mundo. No obstante, un acuerdo sobre las tres banderas (inglesa, argentina y de Naciones Unidas) estuvo al alcance y Mrs. Thatcher lo sacó de la mesa ordenando personalmente al submarino nuclear «Conqueror» hundir al crucero «General Belgrano» (una reliquia americana de la II Guerra Mundial) que navegaba de noche en aguas argentinas, fuera de la zona de exclusión y rumbo a su base. Acto inicuo pero eficaz. La diplomacia del torpedo que hizo imposible la paz. Los militares argentinos nunca creyeron que Margaret Thatcher alargara tanto el brazo. Para la primera ministra, entre sus muchos momentos decisivos, aquella fue también su hora mejor.