La Razón del Domingo
En el nombre del pueblo
Se definen sobre todo por su antieuropeísmo y por cerrar las puertas a la inmigración. Su discurso es estridente y desconfían de las instituciones
En los últimos tiempos se habla mucho en nuestro país del descrédito de la clase política, de la crisis de las instituciones y de la escasa representatividad del sistema. Se profetiza así una marea o marejadilla de tipo populista, una movida capaz de acabar con el paisaje político vigente desde hace cuarenta años. Habrá que recordar que los españoles ya hemos conocido movimientos populistas de diversa índole. Todos han acabado igual: o bien anulados, o bien reducidos a un espacio muy limitado, aunque, como es lo propio de estos movimientos, resulten muy visibles y siempre den mucho que hablar. En tiempos de Felipe González, Mario Conde se postuló como alternativa al centro derecha... y acabó en la cárcel. Jesús Gil también acabó mal, pero sigue siendo una figura venerada en la Costa del Sol porque le dio la vuelta al estancamiento y a la decadencia propiciada por los socialistas. Garzón, que quiso ejercer de juez justiciero a la italiana, ha acabado a sueldo de algunos caudillos latinoamericanos. Luego, con el PP en el poder, vino Josep Anglada y su Plataforma per Catalunya, lo más parecido que hemos tenido a los partidos folklóricos y xenófobos tan frecuentes, y tan influyentes, en otros países como Francia, Italia, Holanda y Gran Bretaña. Nunca logró traspasar el ámbito local. De hecho, los partidos populistas y radicales, cuando los ha habido, se concentran sobre todo en las autonomías, y más especialmente en aquéllas en las que más éxito tiene la fábula identitaria. Ahí están el BNG en Galicia, Bildu en Euskadi y en Cataluña ERC. Como es tradicional, Cataluña sigue siendo vergel propicio para que florezcan estos brotes regresivos.
Hoy se dice, sin embargo, que las cosas han cambiado. La crisis económica reduce los servicios y las prestaciones del Estado, y está minando la clase media. Habría por tanto cada vez más excluidos. Los casos de corrupción han puesto de manifiesto la falta de transparencia del sistema y el descontrol, por no decir la inmoralidad, de los partidos y las elites políticas. La llamada «clase política» ha pasado a formar parte del problema, y no de la solución. Esto parece afectar también a algunas instituciones cruciales, a salvo hasta aquí: el Parlamento, el poder judicial y muy en particular la Corona, la pieza clave del sistema político español.
Hay, claro está, signos de que las cosas van por ahí. Los dos grandes partidos están cayendo en las encuestas. Suben opciones minoritarias que se pueden calificar de populistas, como IU y UPyD, la primera por su desenfreno demagógico y la segunda por su perfecto oportunismo. Algunos movimientos alternativo-radicales han hecho ruido en la calle y parece que algunos restos del 15-M han decidido dejar de seguir siendo la eterna promesa de cambio para proponerse como alternativa democrática...
Lo cierto es que la realidad de la sociedad española aconseja un alto grado de escepticismo ante la capacidad de estos movimientos para cambiar la realidad política. Hay una cuestión de orden general, y es que los españoles son conscientes de que no hay ninguna alternativa a la democracia liberal. Cualquier cambio deberá proponerse dentro del sistema y respetando sus normas. Ya desde antes de la Transición ocurre así en nuestro país. Cualquier posible insinuación de ruptura del marco general es castigada masivamente. Los españoles somos tolerantes con la diversidad de propuestas y actitudes, mucho más de lo que lo son, casi siempre, el resto de los europeos. Aquí se difunde e incluso parece que llega a tener crédito cualquier opinión, incluso la más pintoresca, sobre cualquier cosa: la unidad y la continuidad de la nación, el cambio, los nuevos derechos, la Corona. Eso sí, la democracia liberal es una de las fronteras intocables. Y cuando llegan las elecciones, las cifras de participación demuestran la adhesión de los españoles a su régimen político. Los experimentos de democracia directa, o asamblearia, o cibernética sólo alcanzarán repercusión si se integran en el sistema. Conducidas con un poco de inteligencia, las posibilidades que ofrecen las nuevas formas de comunicación contribuirían a un reforzamiento del sistema democrático y liberal, no al revés.
Este respaldo trae como consecuencia la preferencia casi automática por posiciones políticas moderadas. España siempre ha tenido fama de apasionamiento y radicalidad. La verdad es que en cuanto se les ofrece la posibilidad de vivir con cierta tranquilidad, los españoles responden con un respaldo sin fisuras. Nuestro sistema de partidos responde a esta preferencia, que incentiva las posiciones moderadas o centristas, y ha dado a luz a un sistema en el que dos grandes partidos constituyen el eje de la vida política. Este peculiar bipartidismo no excluye opciones minoritarias ni territoriales. Por ahí se han podido canalizar las pulsiones populistas. En parte, los nacionalismos españoles se podrían considerar como la válvula populista del sistema.
Una sociedad tolerante
Los dos grandes partidos han levantado máquinas formidables de poder. Por su eficacia y también por su representatividad. Son partidos interclasistas, intergeneracionales, implantados en todo el territorio que han logrado dar forma a coaliciones sociales, heterogéneas pero reunidas por algunas opciones ideológicas generales. Este gran éxito aparece ahora como el punto más débil. El PSOE se ha embarcado en una nueva deriva radical y no acaba de asumir de una vez su condición de partido nacional, español y socialdemócrata. El PP, por su pragmatismo, su recelo ante el debate intelectual y la peculiar posición que ocupa como pilar principal del sistema –a causa de las veleidades socialistas– parece a veces encerrado en sí mismo, con poca capacidad para articular su propia posición. Si los dos partidos fueran capaces de superar la permanente crisis de identidad (por parte del PSOE) y la tendencia a la «partitocracia», por parte del PP, las tensiones populistas resultarían irrelevantes.
Es probable que el desgaste de las instituciones sea más aparente que real. La crisis ha suscitado, como era de esperar, un cuestionamiento de muchas de las actitudes y las creencias que sostenían nuestra vida. Así que las instituciones están en cuestión... pero muy moderadamente. Ni la Corona, ni el Parlamento, ni las Fuerzas Armadas, ni la Judicatura, ni siquiera las comunidades autónomas han padecido demasiado. Claro que son necesarias reformas, pero el edificio sigue en pie. También falta que desde el Gobierno y las instituciones se articule un discurso de defensa del sistema. ¿Por qué, por ejemplo, no se explica la razón de ser de la Monarquía en la enseñanza? España es un país estable, poblado por gente moderada y realista, de usos pacíficos y tolerantes. Por eso mismo, las elites políticas deberían esforzarse por hacer saber que somos un país que se toma en serio a sí mismo.
✕
Accede a tu cuenta para comentar