La Razón del Domingo
«Maggie» coraje
El Estado del Bienestar de la posguerra se convirtió en inestabilidad económica y social tras la crisis del petróleo. Thatcher heredó un país en bancarrota incapaz de escapar a su propia lógica de demandas sociales infinitas
El Estado del Bienestar de la posguerra se convirtió en inestabilidad económica y social tras la crisis del petróleo.
Tras la muerte de la «Dama de Hierro», el apelativo con el que la calificaron los soviéticos y que hizo fortuna, se han repetido hasta la saciedad los tópicos sobre Margaret Thatcher. Uno de ellos es el de que era una mujer sin ningún tipo de sensibilidad social, que condenaba a los más débiles al desamparo y les hacía culpables de su propia situación. Así sus adversarios políticos y también muchos de sus seguidores inventaron y generalizaron la idea de que la antigua «premier» británica habría diseñado un plan maquiavélico para, desde una ideología fanática y autoritaria, hacer de la función social del Estado un elemento residual.
Como todos los tópicos hay en éste algo de verdad, pero mucho de confusión. Quiero decir con esto que Margaret Thatcher tenía algunas convicciones importantes sobre el valor del trabajo y el reconocimiento del mérito, que formaban parte de su ética personal, que utilizaba en lo posible al diseñar sus políticas pero que no era esa ideología que muchos han señalado ni mucho menos. Si se pudiera preguntar a Margaret Thatcher sobre cómo hubiera querido que fuera la Gran Bretaña del siglo XXI, seguramente habría deseado que el papel del las finanzas tuviera una relevancia menor de la que tiene hoy día en su economía, y que la vieja potencia industrial que fue, alimentada por la inventiva, el esfuerzo y el trabajo honrado, volvieran a ser el paisaje común de la sociedad. A Margaret Thatcher no le habría gustado el thatcherismo.
El núcleo de las convicciones que Thatcher vertió en la política venían, en un sentido positivo, de su familia y, en particular, del ejemplo de su padre, que regentaba su propio negocio, que era un miembro activo del Partido Conservador y que, además, tenía por confesión religiosa el metodismo. Es por ello que, contrariamente a la tradición hasta entonces de su propio partido en relación a sus dirigentes, Margaret Thatcher no pertenecía al «stablishment» británico, a la aristocracia civil y religiosa, anglicana, que formaba el núcleo de la élite del Partido Conservador. Su conservadurismo político, porque Margaret Thatcher era profundamente conservadora, no nacía de su posición de clase sino de sus convicciones familiares. Éstas eran la de la ética del trabajo y de la responsabilidad personal, convicciones que hacían que a priori cada cual fuera dueño de su destino si utilizaba su talento y su esfuerzo para labrarse su propia vida.
En consonancia con esta convicción, Margaret Thatcher no hizo de la política su vida sino que, tras coronar sus estudios de química y trabajar en laboratorios, decidió volcar su actividad en la política. Evidentemente, este origen social y el hecho mismo de ser mujer, en el tiempo que inició su carrera política, muestran hasta qué punto su convicción y su tesón fueron los alimentos principales de su camino hacia el liderazgo de su partido y hacia su elección como primera ministra. Esta lección de Thatcher sobre el valor del esfuerzo personal como herramienta de la igualdad social ha sido poco apreciado por aquellos que dicen defender la movilidad social.
Ahora bien, también es importante señalar que estas convicciones sobre la responsabilidad personal y la ética del trabajo no se convirtieron en una orientación política instantánea en la acción política de Margaret Thatcher. Todo lo contrario, estas convicciones, lejos de dar lugar a una política que convirtiese creencias en decisiones políticas instantáneas, esto es una política ideológica, fue abriéndose paso lentamente al confrontarse con la comprometida realidad política y social de Gran Bretaña en los años setenta del siglo pasado.
La influencia de Hayek
Se ha dicho muchas veces que Margaret Thatcher creó algo llamado neoliberalismo al aplicar las doctrinas económicas y sociales de Friedrich Hayek a la acción política, como si los libros del reconocido economista austro-británico fueran el manual de instrucciones con el que manejar una sociedad, al precio que fuera. Esto es sencillamente falso, aunque tiene su elemento de verdad. Hayek, en la posguerra europea, era un pensador casi marginal que había condenado el potencial totalitario de la intervención del Estado en la economía. Era, sobre todo, una voz que clamaba en el desierto contra el llamado consenso de posguerra. Esto es, contra el acuerdo intrapartidario que las sociedades democráticas de la Europa occidental alcanzaron tras la Segunda Guerra Mundial y que abría al Estado la gestión directa de la economía. De forma muy sucinta, este consenso señalaba que la democracia, junto con una economía social de mercado eran los ingredientes de una sociedad justa, pues así se abolía el conflicto de clases, esto es, se desactivaba el cáncer de las revoluciones totalitarias que habían llevado a Europa a su mayor tragedia.
Con la crisis del Estado del Bienestar, su insostenibilidad fiscal y política como resultado de la crisis del petróleo que comienza en los años 70, el pensamiento de Hayek adquirió una actualidad sin precedentes y, desde entonces, su influencia ha sido decisiva en las últimas décadas.
Sin embargo, Thatcher únicamente tomó un aspecto de la obra de Hayek para su propia acción política, la inspiración del librito «Camino de servidumbre» de 1944, en el que se anunciaba que la intervención del Estado en la economía abocaba necesariamente a la tiranía. El libro llevaba por dedicatoria la frase siguiente llena de ironía: «A los socialistas de todos los partidos». Esta idea tan sencilla atrapó la imaginación de Thatcher, iluminó su propia experiencia y pudo conectarla con sus convicciones. La palabra «socialismo» pasó a significar lo contrario de una ética de la responsabilidad y del trabajo. Socialismo es la corrupción de la vida social. Pero es importante señalar que la lección que extrajo de esta iluminación no la aplicó únicamente al castigo de sus adversarios políticos (laboristas o socialdemócratas) o a sus enemigos políticos (comunistas) sino, en primer lugar, a su propio partido.
Hace falta recordar que el ideal del Estado como principal instrumento de organización de la vida social era compartido en la Europa de la posguerra por laboristas, socialdemócratas, liberales y conservadores. Era sobre esta idea sobre la que se había construido el Estado del Bienestar y es la crisis del petróleo la que hace que su insostenibilidad económica aflore y, con la crisis, su insostenibilidad social. Esta lección la aprendió en carne propia Margaret Thatcher como miembro del gabinete de Edward Heath, que gobernó entre 1970-1974. Heath tuvo que afrontar una situación muy compleja de violencia terrorista, consiguió llevar al Reino Unido a lo que ahora es la Unión Europea (entonces los euroescépticos eran laboristas), pero no fue capaz de atajar la crisis económica desde las recetas keynesianas que habían servido durante la posguerra.
Heath estaba preso de una mentalidad que se alimentaba del viejo paternalismo social «one nation» de Disraeli: una sociedad justa forma una nación; una sociedad injusta la forman dos naciones, la de los ricos y la de los pobres. «One nation-A Tory Approach», de 1950, fue una de sus obras más importantes. Thatcher, responsable de Educación, hubo de sufrir una campaña infame por haber eliminado el vaso de leche escolar (porque los niños ya no lo necesitaban ni querían) y recibió poco reconocimiento o ninguno por apoyar a la Open University (la universidad a distancia británica) que tanto ha hecho por democratizar la educación superior. Si la política de Heath mostró, en su dimensión económica, el fin del keynesianismo para el partido conservador, esto es, el fin de su socialismo, el Gobierno laborista de James Callaghan (1976-1979) significó la definitiva bancarrota económica del modelo (incluido rescate del FMI) y, sobre todo, la crisis social del mismo. El intento de atajar el gasto social por parte de los laboristas, los recortes, generaron una ola de protestas en la que los sindicatos paralizaron los servicios básicos del país. El invierno del descontento (1978-1979) no sólo mostró la profundidad de la crisis del Estado del Bienestar sino, sobre todo, su incapacidad para escapar a su propia lógica de demandas sociales infinitas. Fue así como la sociedad británica se divorció de los defensores del viejo modelo y cómo, con el celebérrimo lema «labor isn't working» (el socialismo no funciona) Margaret Thatcher alcanzó el gobierno en 1979 abriendo una larga hegemonía conservadora.
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