Terrorismo
Un terror indescifrable
Intentamos quitar hierro a los atentados hablando de hechos puntuales o falta de integración para reducir su amenaza existencial
El 2 de julio de 1881, el presidente James Garfield se disponía a tomar el tren en la estación de Washington para unirse a su mujer en la costa de New Jersey. Charles Guiteau, un desequilibrado que creía que el presidente había frustrado su legítima aspiración a ser nombrado cónsul de EE UU en París, le disparó dos veces, hiriéndole de muerte. La semana pasada, Luigi Preiti disparó contra la policía romana, delante del parlamento italiano, llevado por su «indignación» contra los políticos. Tanto Guiteau como Preiti actuaron solos, movidos por razones parapolíticas.
El magnicidio es inherente a la condición humana y por eso, desde Julio César hasta «Mac-beth», es objeto de la reflexión intemporal de filósofos o dramaturgos. Lo mismo cabe decir del crimen, cuando un individuo actúa por sus pasiones o sus intereses. Humano, demasiado humano. Guiteaus y Preitis ha habido y habrá siempre. Perturbados que abren fuego sobre sus semejantes en un cine o en un colegio, también. Pero estos actos no son terroristas y el terrorismo, entendido como un medio violento e ilícito de transformación de la realidad política y social, no es ni puede ser obra de un «lobo solitario». Ésta es una realidad exclusivamente contemporánea.
No integrados
Los psicólogos hablan de la existencia de un prejuicio a favor de lo normal («normalcy bias») en los individuos y en las sociedades. La mente descansa mejor en el entendimiento de que, por grave que sea la crisis del momento, el futuro terminará pareciéndose al presente. La imputación de actos de terror a «lobos solitarios» reduce en muchos grados el carácter de amenaza existencial del terrorismo, releva a los políticos de su responsabilidad por no haberlos evitado y a la sociedad de la suya de articular una respuesta.
En el caso de EE UU, resulta casi cómico el impulso por quitar hierro a cada acto de terror de los últimos diez años, en grado de frustración o de comisión, declarándolo el acto de un individuo aislado, con problemas de integración o de adaptación o presa de algún tipo de psicosis. Así, el 5 de noviembre de 2009, el comandante del Ejército de EE UU Nidal Hasan mató a otros trece soldados en el acuartelamiento de Fort Hood (Texas), después de haber estado en contacto con el líder de Al Qaeda en Yemen, Anwar al Awlaki, y de haber dejado un rastro inequívoco de afinidad yihadista. Hasta el día de hoy, el hecho está clasificado como «violencia en el lugar de trabajo» y la causa, como «síndrome de estrés post-bélico» (el comandante nunca había estado destinado en ningún área de conflicto).
La misma tentación ha estado presente en el caso de los terroristas de Boston. Aún hoy, a despecho de las evidencias (la sofisticación de los explosivos, el entrenamiento en 2011, la inclusión de madre e hijo en una lista de potenciales terroristas, etc.), se insiste en muchos medios políticos y de comunicación americanos que los perpetradores eran individuos que no acabaron de integrarse en la sociedad americana –sin duda por culpa de la propia sociedad– y que, naturalmente, como toda persona sacudida por el infortunio, decidieron masacrar a unos cuantos cientos de sus semejantes. Pero esto no quiere decir que su ideología fundamentalista tuviera necesariamente nada que ver. Y aun cuando lo tuviera, eso no quiere decir que los terroristas actuaran como tales, sino auto-intoxicados por una mala digestión de sus lecturas. Ésta es, hasta cierto punto, una reacción lógica, habida cuenta de que muchos habían alimentado (y deseado creer a su vez) la especie de que la muerte de Bin Laden marcaba el final de la llamada guerra contra el terror de la década pasada.
Raíz islamista
El terrorismo de raíz islamista no consiste en una organización ni en muchas. No tiene un operativo global ni una estructura. No lo pretende. No lo quiere. Sus miembros no necesitan tener una coherencia operativa o ideológica. No precisa de un centro ni de un líder ni de una red de comunicaciones. No en la era de internet y de la absurda complacencia de las sociedades occidentales. La relativa autonomía de determinados individuos en determinadas comunidades no es síntoma de su aislamiento, sino de un alto grado de eficacia. La asimilación de causas de oportunidad, desde Sudán a Chechenia, en una narrativa universal de guerra religiosa es prueba de la pujanza de la «yihad», no de su desvirtuación.
Pero la peor amenaza terrorista es la progresiva reducción de la franqueza con que puede abordarse su desafío, gracias a la corrección política. Incluso cuando el terrorista de Boston manifiesta que su motivación es «religiosa», muchos nos deleitan con pseudo-reflexiones, interrogándose sobre cuál pudiera ser la «motivación» para que estos dos «muchachos» cometieran el atentado, seguramente «por su cuenta», lobos solitarios tal vez psicológicamente analizables. Analizable, más bien, es buena parte de la opinión pública y publicada. ¿Para qué hacer preguntas si sólo hay un catálogo reducido de respuestas de fantasía en inventario?
Martín Alonso Autor del libro «Doce de Septiembre-La Guerra Civil Occidental»Civil Occidental»
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