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Hugh Hefner, la ruina del mago del sexo

Hugh Hefner, la ruina del mago del sexo
Hugh Hefner, la ruina del mago del sexolarazon

Su revista dejó icónicas fotografías, como las de Marilyn Monroe en la primera edición de «Playboy», y reunió una enorme cantidad de colaboraciones de buena parte de los mejores periodistas y escritores de la época, pero con el auge de la pornografía online su imperio comenzó a desmoronarse.

A Hugh Hefner lo visitó la Pelona con la silla al lado del goteo cuando ya ejercía como la momia oficial de un Hollywood más decadente, enloquecido y machista, también más divertido y salvaje, del que hoy alumbra sagas de superhéroes y mitos con photoshop. También lo condecoramos con el mérito, indudable, de haberle plantado cara a la censura. Contribuyó al triunfo de la revolución sexual y a desencadenar el gran seísmo en las costumbres. Con su revista, del lado de escritores y poetas, ayudaría a derribar las viejas estatuas del puritanismo y a liberar los dormitorios y el seso. Acaso aquellas fueran las turbulencias sociales, culturales y políticas más perdurables de los sesenta, y no parece hiperbólico ni injusto reconocerle su parte de mérito a una publicación, «Playboy», que fue honradamente guarra y también intelectualmente vistosa y políticamente aguerrida. Pero se hablan menos de las zonas de sombra de Hefner y el imperio «Playboy».

Existe una, muy evidente, relacionada con la caída de los ingresos. Aquello de bajar al quiosco para proveerse de erotismo resulta una antigualla. Internet, y el gratis total, dinamitaron la industria de una «Playboy» a la que, por lo demás, hacía tiempo que habían superado las mil y una propuestas, mucho más crudas, de la floreciente industria pornográfica. El erotismo de «Playboy», frente a los vídeos de las actuales webs, casi parece sacado de un seminario universitario. Casi. Normal que cuando en abril de 2016 salió a la venta el imperio hubiera quien se preguntara, como el periodista de «The Guardian» Edward Helmore, acerca del dudoso valor «de un par de orejas de conejo con una larga historia, una revista erótica con pedigrí desvanecido, y una mansión en Hollywood habitada por un octogenario sentado». El ultraje llegaba al punto de que el viejo patrón, Hefner, si bien conservaba derecho de veto, quedaba fuera del cuadro y se le permitía, graciosamente, vivir como una suerte de realquilado en la que un día fue su casa, así como disfrutar de una generosísima pensión. La casoplona, por cierto, era y es un trasatlántico ubicado en Beverlly Hills, un palacete de muchos miles de metros cuadrados y casi tres decenas de habitaciones, bien pertrechada de toda clase de lujos y afianzada en el imaginario colectivo del personal como una especie de cueva de Alí Babá erótica. Un buen trato, sí, pero al mismo tiempo la demostración de que su tiempo había caducado. Lo que le quedaba por delante era asistir al lento e implacable declive del negocio del que fue indisputable rey. Como razonaba Helmore: «El problema para los administradores de “Playboy” era familiar a todos los editores de medios impresos y, añadidos, para los pornógrafos: las publicaciones impresas viven un declive sostenido en apariencia irreversible, y la pornografía de suscripción, como el canal “Playboy”, que fue rentable gracias a los ingresos de los clientes de los hoteles, había sido suplantada por el porno en webs gratuitas». De poco ayudó la muy publicitada decisión de 2015 de dejar de publicar desnudos. Su afán por reposicionarse en el mercado y atraer a un público más joven está por consolidarse. Repartida entre fondos de inversiones y la familia Hefner, «Playboy» seguía facturando ingresos, pero la publicidad y los abonados no son lo que eran.

Y si la situación financiera no es la que fue, la moral siempre tuvo fallas, grietas, y un evidente punto de implosión en el asesinato de Dorothy Stratten, la «conejita» violada y asesinada por su marido, Paul Snider, el tipo que la encontró con apenas diecisiete años para llevarla a Hollywood y ofrendarla a la maquinaria de la revista. Cuidado, Hefner no tuvo relación con el crimen. Antes al contrario quedó destruido por la muerte de la chica que, según escribe Theresa Vargas en el «Washington Post», parecía que sería capaz de catapultar la condición de «conejita» al siguiente nivel, al del estrellato cinematográfico. No en vano Stratten venía de protagonizar una película de Peter Bogdanovich, «The all laughed», en la que también actuaba Audrey Hepburn. Pero Bogdanovich acusaría a Hefner de haber manipulado a Stratten, de ser, más o menos, un glorificado tratante de ganado con vitola de empresario sagaz, y al que solo su multimillonario éxito, y la adulación de unas amistades muy bien situadas y la complicidad de unos intelectuales encantados de publicar entre tetas e incluso de intimar con las hermosas propietarias de las citadas tetas, le habían permitido erigirse como el valiente y visionario y audaz rompehielos del rancio convencionalismo protestante. Hefner sobrellevó muy mal aquellos comentarios. Pero cuesta negar el fondo de las críticas que recibió durante años desde el frente feminista más informado y sensato. A saber, que más allá de los pósters de chicas biónicas y sonrisas perfectas no había nada, que parecía negar la posibilidad de que el sexo pudiera estar relacionado, si quiera de vez en cuando, con algún tipo de cercanía emocional entre las partes, y que no dejaba de proyectar frente al muro en blanco de sus fantasías de hombre de la posguerra intimidado por el creciente poder de las féminas, la desolada imagen de unas chicas desposeídas de identidad más allá de las medias, los taconazos y el tocado de roedor lúbrico.

Queda, claro, el recuerdo de mil y un mitos eróticos, comenzando por las icónicas fotografías de Marilyn Monroe en la portada del número inaugural de «Playboy», la abrumadora calidad y cantidad de unas colaboraciones periodísticas y literarias que sumaron el talento de buena parte de los mejores periodistas y escritores de la época, y por supuesto el cachondeo y la guasa de colegas tan irreverentes y geniales como Keith Richards. Hefner se liberó de las neurosis asociadas a la imposibilidad de cumplir las fantasías personales creándose una suerte de parque de atracciones sexual. Como sabe cualquiera que haya visitado alguna vez esos lugares, al cabo de unas horas necesitas abandonar el cartonaje y las atracciones, los colores chillones y a los subalternos vestidos de peluche, los túneles de la bruja y la comida plastificada, para regresar a la realidad. Acaso maloliente e imperfecta, y por eso mismo, viva.