Papel
Jones, Grace Jones
La esbelta pantera jamaicana presenta «libro» en el que no deja títere con cabeza ni muñeca sin afeitar. Dispara contra Kim Kardashian y Lady Gaga.
Grace Jones presenta libro de memorias. La esbelta pantera jamaicana, vestida para matar, todavía merienda periodistas por divertirse. Reinó en París y en la discoteca Studio 54, las noches en que Manhattan amanecía pintado de cocaína, popper, qualudas y champán. Allí donde Andy Warhol paseaba rictus de eunuco ante el espectáculo de cuerpos lubricados por la disco music, Jones ejerció de diosa y dominatrix. Lo singular no fue que acaparase portadas con aquel cuerpo de obsidiana, sino que frente a tanta maniquí acéfala supiera labrarse una potente carrera musical. Cero bromas: en sus artefactos de los ochenta, espumeantes bengalas que van de la «new wave» al hedonismo, mezcló especias jamaicanas y sofisticación neoyorquina. Para labrarlos contó con el respaldo de tótems como Chris Blackwell (capo de Island Records, descubridor de Bob Marley y U2) y Sly & Robbie (productores claves de la historia del reggae).
Pero Grace no está aquí por sus discos, sino por las madrugadas de compartir tocador con Liza Minnelli, su pasado como icono de la fotografía de moda y, claro, por su lengua de navaja automática. En su libro no deja títere con cabeza ni muñeca sin afeitar.
Kim Kardashian, emperatriz de la telemierda, recibe su correspondiente dosis de metralla, entre otras cosas por atreverse a copiar las legendarias fotos que le tomó a Jones su entonces novio Jean-Paul Goude. Que el propio Goude haya sido el autor de las fotografías a Jones le resulta imperdonable. También dispara contra las Beyoncé y Cía., descalificadas como tristes plagiarias. «Creen que están desafiando el statu quo», dice, «con esos vestidos, poniendo esas caras, mostrando esos tatuajes o enseñando los pechos... Eso es ahora el statu quo, y me apenan. Han perdido la cabeza y han perdido el camino. No son libres: están controladas y viven con unas expectativas muy bajas». De particular maldad son las revelaciones sobre Lady Gaga, a la que define como «una niña pequeña en un armario lleno de ropa que no es suya. Se pasa el tiempo probándose ropa y metiendo los pies en zapatos que no le valen». Dice Jones que la moza le ha pedido en numerosas ocasiones que entren juntas en el estudio para grabar un dueto. ¿Su respuesta? No. No porque ella no frecuenta a niñatas agarradas a las barbas de los rasputines de la penúltima tendencia. No porque el culto que Grace Jones profesa a Grace Jones exige mantener la estatua limpia de orines, consciente de que una diva trabajará su legado como la abeja reina de un panal donde no hay hueco para ex presentadoras del Club Disney y otras vedettes ínfulas.
Y acierta Jones en que casi nada, ni siquiera el oficio de estrella, es lo que era. Que se lo digan si no a mis vecinos del cementerio, aquí en la Quinta Avenida de Brooklyn, enterrados bajo los intestinos de un césped adonde no llega ni el griterío de los loritos verdes que huyeron a finales de los sesenta de un contenedor del aeropuerto JFK.
Para facilitar la venta de merchandising, la triada sexo, drogas y r&r ha sido sustituida por un simulacro de nalgas con photoshop y tostadas integrales de la idiotez ambiente. Que las jefas del negociado musical, antaño salvajes, hoy ejercen como una multinacional de sí mismas, sólo atentas al golpe publicitario, lo demuestran figurones como Rihanna, Miley Cyrus o Lady Gaga. Que las herederas de Josephine Baker, Rita Montaner y La Maña sean confundidas con orfebres del pop sólo demuestra hasta qué punto el pop se ha despeñado por una colina que conduce al infierno del convencionalismo plastificado. Un lugar muy distinto del que habitaba la implacable y certera Jones. No es igual frecuentar a Marianne Faithfull, Truman Capote y Yves St. Laurent, versionear a Tom Petty, los Pretenders y Astor Piazzolla y colaborar con Niles Rodgers (Chic) que contar en tu currículum con Hannah Montana.
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