Ángela Vallvey
Alicante, promontorio al mar
Salpicada de playas y con el horizonte dominado por la silueta de los castillos, esta tierra, que conocieron los griegos, es uno de los grandes paisajes de nuestra geografía
Salpicada de playas y con el horizonte dominado por la silueta de los castillos, esta tierra, que conocieron los griegos, es uno de los grandes paisajes de nuestra geografía.
«Akra Leuké» para los griegos. Promontorio blanco en sus orígenes, que ha terminado siendo tornasolado por el tiempo. Aunque el color blanco aún se cultiva en los balcones de las casas y en los almendros con sus pequeñas flores que despiden destellos de piedra. Alicante tiene playa y montaña, su tierra se desnuda lentamente conforme se deja cautivar por un mar de formas suaves, de perfil acariciador. Aquí las huertas presumen de flores rojas, de granadas en flor y caminos de lajas blanquecinas. Los cielos son como frutas maduras que piensan, color bermellón, con estrellas que parecen hogueras encendidas por pastores modestos que nunca han visto el mar. La herencia árabe se atisba en las palmeras, una pintoresca mesnada vegetal que guarnece el Mediterráneo. El aire es ardiente, africano, los árboles orgullosos se han adentrado en la ciudad huyendo del calor. El litoral se convierte en un campo de gules sobre ondas de azur y plata. Alicante, decían los clásicos, tiene aire oriental, da la impresión de que África, con su calor de oro, se ha encaramado a la península. La Marina alicantina, sin embargo, poseía Torres de Vigía precisamente para prevenir las incursiones árabes. La Aitana, el Castillo de Santa Bárbara, el Castillo de San Fernando, la Sierra de San Julián... muestran su envergadura orgullosa. El saladar de Agua Amarga da una lección de geografía al viajero. El mar es tibio y azul, y acaricia la piel de los bañistas como en una canción sobre amores de verano. Llueve poco en Alicante. Sus inviernos son tenues. Una bendición para los pobres energéticos. Pero cuando la lluvia se deja caer, arrasa con la violencia de su terrible gota fría lo que se le pone por delante.
Alicante forma ya un área metropolitana junto con Elche, la antigua fortaleza blanca empieza a convertirse en una conurbación donde el cemento toma el color del oro gracias a la luz del mar. La ciudad está rodeada de colinas; el Castillo de Santa Bárbara acecha arrogante, con la seguridad que otorga el tiempo sobrevivido. Las playas son amables con el visitante, recorren de norte a sur su geografía. Y las calas bendicen al visitante con su cálida arena. La isla de Tabarca y el cabo de Santa Pola atraen a los turistas que buscan envolverse con el fulgor del mar. Desde el Castillo de San Fernando la vista es blanca y azul, verde y rojiza. La ciudad se despereza frente a los ojos, se muestra calmada y caliente, acogedora. Alicante se puede ver desde sus castillos, que son balcones de la historia que nunca se cansan de contemplar el transcurrir del tiempo. El mar se enciende en lontananza, y el campo y la ciudad de nácar hacen buenas migas bajo el aire inflamado.
Su mundo vegetal está poblado de madroños, hierbas de San Juan, mirtos, nogales y tomillos. En la isla de Tabarca vive un pequeño zoo de especies vertebradas y aves marinas. Un reino animal de fantasía a los pies de unos castillos de aire romántico. Esta es una ciudad de corazón liberal que resurgió de cortes igualmente liberales, y ha hecho de la tolerancia una de sus mejores formas de vida, por eso aquí buscan refugio aquellos que huyen del invierno de la historia, los que gustan de meter sus pies dentro del agua, los agentes secretos atmosféricos que escapan de las brumas, y turistas cansados de otear la línea del horizonte que persiguen una vida apacible al borde de la playa, a la sombra de la humilde pero exultante palmera, bajo los cielos despejados de una primavera eterna.
✕
Accede a tu cuenta para comentar