Peter Handke en estado soporífero
A Peter Handke hay que reconocerle su constante vanguardismo pese a que va hacia la edad octogenaria. Esa es su ventaja frente al resto de autores actuales, tantas veces con presupuestos literarios conservadores, pero también su hándicap, pues con su literatura se distingue pero también se enrarece. Y «La ladrona de fruta» (traducción de Anna Montané Forasté) no es una excepción, desde luego. El relato queda marcado por el punto de vista narrativo, el hombre que está emprendiendo un trayecto y divaga sin parar, desde un inicio en el que piensa en picaduras de abeja y se pregunta sobre el silencio circundante y oye un grito de mujer. El detalle alrededor es trasladado al lenguaje, y la novela se desarrolla entre ese desbordamiento del monólogo interior y un objetivo argumental: volver a ver a la muchacha que protagoniza el título. Esa obsesión nutre las páginas (excesivas para lo que se cuenta): «Sí, por fin conseguiría ver a mi ladrona de fruta; hoy no, mañana tampoco, pero pronto, muy pronto, y la vería como una persona, entera, y no meramente en los quiméricos fragmentos que, durante todos los años anteriores, por lo general, entre la multitud y, además, siempre solo de lejos, habían aparecido ante mis ojos envejecidos infundiéndome otra vez nuevos ánimos».
Es un mero ejercicio literario que podría extenderse sin cesar, ya que lo referencial a lo largo del camino –ora el pensar en mariposas, ora pensar que lleva tres cartas sin abrir–, con el trasfondo de recordar que una única vez la tal ladrona le dirigió la palabra al que nos habla, se transforma en un cajón de sastre, en un soliloquio que, buscando el autoanálisis minucioso, alcanza el tedio literario más absoluto. El protagonista se adentra en el interior del país, en el departamento de Oise, mientras se ve como un hombre «ilegal», se relaciona con la gente con la que se encuentra –ve detrás de un columpio a la cajera del supermercado, lo cual para él es una «transformación»; se trata de alusiones como esta–, y, como cabría esperar, Alexia, el objeto de su viaje, acaba siendo una excusa para el movimiento del personaje.
Un tren en el centro de París hacia la picardía facilita a Handke seguir colocando a su observador entre mil asuntos que desentrañar, pero el simplismo rige el texto hasta hacer de este algo ilegible en el sentido de estéril: es como si lo joyceano estuviera defectuosamente interpretado, pues tampoco el autor se muestra transgresor, no explota el viaje iniciático ni lo obsesivo del recuerdo de la ladrona, de la cual conocemos que había vuelto de Rusia a París y estaba buscando a su madre desaparecida tras encontrarse con su padre, que le da una serie de consejos. De tal modo que el narrador se convierte en su biógrafo, por así decirlo y lo cual no evita, desde la página 115, «hora de contar cómo llegó a ser “La ladrona de fruta”», que las rarezas de esta obra devengan un relato atractivo más allá de su apuesta nada convencional.