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Elogio (serio) de Chiquito
Se nos fue durante el fin de semana el gran Chiquito de la Calzada, a quien Susana Díaz se plantea ahora conceder la Medalla de Andalucía a título póstumo, lo que sería un chabacano oportunismo pero también una forma de mitigar (con dolorosa levedad) la tenebrosa soledad a la que la administración autonómica condenó a uno de los personajes más relevante de eso que desde una miríada de chiringuitos absurdos, y carísimos, se denomina «cultura andaluza». Tarde y mal, porque aquí no se presta atención más que a los apacentados orgánicos. Gregorio Fernández vivió sus últimos años entre la indiferencia de unas autoridades que apenas apreciaron su faceta artística, tal vez porque el humorismo sigue considerándose estúpidamente un género menor, y que ignoraron, valga el verbo, su poderío intelectual. Porque el lenguaje chiquitesco, un código que es verbal, corporal y tonal, supuso la más profunda revolución del español en la segunda mitad del siglo XX. El filólogo peruano Ricardo Palma, a quien debemos acuñaciones tan asentadas como «margarina» o «esperanto», amén de un diccionario de americanismos que transformó el idioma para siempre, definió a su contemporáneo Unamuno como «el más fecundo neólogo», debido a hallazgos tan sublimes como «intrahistoria» o acepciones recuperadas del mundo clásico para palabras como «agonía». Después de ello, mera adopción de barbarismos, préstamos sin tasa del inglés y urgente adopción de términos relacionados con la tecnología. Hasta que Chiquito de la Calzada puso a España a hablar de otra forma y convirtió «fistro» o «jarl» en significantes que cualquier oyente, sin distinción de clases sociales, comprendía hace un cuarto de siglo y sigue comprendiendo hoy, pese al escalón generacional. Pues aquí no nos hemos enterado.
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