Lucas Haurie
Gil, el pionero
El gang holandés detenido la semana pasada en Málaga con seis toneladas de cocaína y sustancias químicas suficientes para cocinar otro tanto de drogas sintéticas –el MDMA que Paolo Sorrentino ha puesto de moda entre los cinéfilos con «Silvio (y los otros)» – no es especial por el masivo tráfico de estupefacientes que realiza, sino por la extremada violencia con la que sazona su actividad. La banda guardaba un arsenal, sí, y pocas veces resulta tan pertinente el empleo de este término del que se abusa, puesto que las pertenencias incautadas van desde un AK-47, el legendario rifle de asalto diseñado por Mijail Kaláshnikov, hasta subfusiles y granadas de mano, material bélico que manejaba un escuadrón mercenario reclutado en los ejércitos desmovilizados de las naciones del antiguo Pacto de Varsovia. No debe extrañar, por tanto, que las ejecuciones y los ajustes de cuentas proliferen en la Costa del Sol, donde los sicarios ya no se conforman con el simple asesinato: dan a sus crímenes ese plus de show sanguinario que no está inspirado en «Narcos», sino que la teleserie los tomó de la cruel realidad de las regiones de Colombia o México donde el Estado dimitió de sus funciones hasta convertirse en fallido, en una estructura carcomida por la corrupción. No estamos (todavía) en ese punto, aunque coincida esta enésima alarma con el estreno del documental sobre la peripecia política de Jesús Gil, el cacique populista que se jactó de convertir a Marbella en la meca de las mafias mundiales. Encaramado a varias mayorías absolutas, surfeando un océano de dinero y lograda su impunidad por intercesión de un demoníaco Rasputín juntero, el saturnal alcalde imantó a lo peor de cada casa, desde Calabria a Leningrado y desde Medellín a Abu Dabi. Casi treinta años después, todavía no se han marchado.
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