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La vida a los dos lados de la verja

La vida a los dos lados de la verja
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Tres siglos han pasado ya desde aquellos tratados por los que empezaron a repartirse el continente a trocitos y La Roca sigue siendo un punto no resuelto

A la matutera que ha sacado un cartón de Winston a las nueve de la mañana y acaba de sacar otro a las tres, aprovechando el cambio de turno de la pareja de guardias civiles en la aduana, le suena «de algo» Utrecht, no sabe «dónde queda», dice, pero tiene la certeza de que este verano ha escuchado hablar de eso. Los veraneantes han aprovechado que hoy sopla Levante en Tarifa para pasar el día en Gibraltar, o sea, han ido a comprar alcohol, tabaco, perfumes y ropa de marca prácticamente a la mitad del precio que en España. A la salida no entienden por qué para regresar a suelo español las filas de coches se multiplican y ya son cuatro las horas que llevan con el motor al ralentí. Dicen sentirse «secuestrados» en el Peñón sin saber que es la Policía española la que aplica con celo los controles de pasajeros como medida de presión diplomática. Mientras, el abogado de una de compañía constructora acaba de blanquear con una sola llamada cinco millones de euros en uno de los 350 bancos que operan desde ese paraíso fiscal que chanchullea delante de las narices de Europa. Son éstas tres de las estampas que se repiten a diario en el trozo de tierra que los españoles cedieron a los ingleses hace 300 años frente a ese pico de Europa castigado por el paro y la desidia política.

Tres siglos han pasado ya desde aquellos tratados por los que las cabezas coronadas de toda Europa empezaron a repartirse el continente a trocitos y La Roca sigue siendo un punto no resuelto. Basta echar un vistazo a la renta per cápita de los llanitos y a la de los vecinos del Campo de Gibraltar para entender que las profundas diferencias entre ambos territorios son el fango sobre el que se asientan las tensiones que estos días padece la zona. Para el popular José Ignacio Landaluce, alcalde de Algeciras y vicepresidente de la Comisión de Exteriores en el Congreso de los Diputados, Gibraltar «continúa siendo una anomalía histórica», una diplomática manera de llamar al quebradero de cabeza que supone este territorio en las relaciones hispano-británicas, que no son las que debieran ser entre dos de los socios con más peso de la Unión Europea.

Y lo cierto es que Gibraltar es hoy mucho más que lo acordado en 1713. Mediante el Tratado de Utrecht, España fijó la cesión a Inglaterra de la ciudad de Gibraltar, su castillo, el puerto y las murallas. Nada más. Y sin embargo, el pueblo llanito ocupa en la actualidad más territorio: por tierra, mar y aire. En el istmo que une la Roca con el vecino municipio de La Línea, España permitió, en teoría de manera momentánea a finales del XIX, que las autoridades de la colonia establecieran unas tiendas de campaña para que sus habitantes se recuperaran de la peste que estaba diezmando la población. Con el tiempo, el Peñón y su administrador en Londres aplicaron una política de hechos consumados y levantó una base para los aviones del ejército británico que hoy es el aeropuerto de Gibraltar que conocemos: una pista estrecha y peligrosa cruzada por la carretera que une el Peñón con la Verja del que España –y ahí está uno de los puntos calientes– nunca ha podido aprovecharse.

El problema de la dimensión marítima no le va a la zaga. No hay semana que no cuente con una incidencia entre las patrulleras de la Royal Navy y los pesqueros de la Bahía de Algeciras. El lanzamiento de bloques de hormigón a un caladero con la excusa de la construcción de un arrecife ha sido la última provocación del Gobierno gibraltareño al castigado sector de la pesca en la zona. Al conflicto pesquero, se suman la práctica del bunkering (trasvase de fuel entre barcos) y las visitas más o menos frecuentes de submarinos nucleares a la Bahía de Algeciras. El regreso este verano del Tireless –que hace doce años reparó su reactor primario en la zona– volvió a evidenciar que para Londres, Gibraltar es un tablero de juego, el de «Hundir la flota» y de paso fastidiar al amigo español.

Si el respeto por las reglas de juego en la protección del Medio Ambiente en Gibraltar es, digamos, discutible, la vigilancia por el cumplimento de los controles fiscales es la guinda de este pastel de 300 cumpleaños que brinda Utrecht. Queda en pura anécdota que las redes de contrabando hayan burlado el control de cerca de 70 millones de cajetillas de tabaco en los seis primeros meses del año, si su daño a las arcas públicas se compara con las decenas de millones que escapan del fisco en ese paraíso para los evasores de todo el mundo llamado Gibraltar. Lo que Reino Unido no permitiría bajo ningún concepto que se hiciese en Londres, lo bendice en la colonia para ruina de una comarca que ve desde su postración cómo el vecino se enriquece con métodos discutibles, por emplear esos eufemismos que tanto gustan a los ingleses.

De la provocación del Tri-bunal de Arbitraje del Deporte (TAS) por permitir que la selección de fútbol gibraltareña compita en los mismos torneos que La Roja, se podría escribir otro reportaje completo. Otro rejonazo innecesario a un país desmoralizado.