Andalucía
La vida y los grados de la zambomba
Diciembre hay que empezarlo abierto de gaznate y terminarlo aburrido de fanfarria. Atravesar Jerez en zambombas se ha convertido en una hazaña. Es lo que explican muchos jerezanos. Motivos, dicen, tienen de sobra. Durante todo el mes, en bares, peñas, hermandades y en plena calle no se deja de cantar, bailar y beber, tres rasgos de la tradición gitana y bodeguera de Jerez. Llegadas estas fechas, sin embargo, la exposición a la fiesta ha sido tal que pocos lugareños se animan ya, salvo si hay compromiso de por medio, en salir de zambomba. Distinto es lo que piensan los forasteros.
Nuria es una profesora sevillana de Lengua que apura sus últimos días antes de volver a casa para las fiestas. Viste con sencillez y lleva calzado cómodo. Por si hay que animarse a bailar algo, dice. Su novio trabaja en Sevilla, pero no quiere dejar la oportunidad de conocer una Navidad tan diferente. «No debe existir nada igual en el planeta». Esta tarde va a Las Cuadras, donde ayer también hubo actuación. Mona y Manuela eran las cabezas de cartel. «Quien no ha estado en una zambomba no tiene ni idea de lo que es la cultura popular en Andalucía», dice Nuria.
Desde 2015, las zambombas de Jerez son un Bien de Interés Cultural inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. El provecho es también material. No sólo de aire vive el hombre. Esta fiesta navideña se ha convertido en una suculenta fuente de ingresos para la ciudad. Hay quien habla en código, el dialecto turístico, la industria que resurge en versión temática después de las décadas del sol y playa. «Andalucía imparable», resume Alberto, un administrativo local, licenciado en Comunicación e interesado por la lírica del cancionero de la zambomba. Es uno de los tesoros de la zambomba. La canción popular de estas fechas está integrada por temas religiosos que se confunden con lo profano, una suerte de villancicos que se aflamencan a un arbitrio que sólo dicen conocer los que son de aquí. Está «Calle de San Francisco»: para Alberto es «una joya». «Calla, lengua; calla, lengua; y no hables más», recita. «Debajo de la hoja de la lechuga tengo a mi amante malo con calentura», añade para referirse a otra. «Naturalmente que en todas se canta a Dios», explica Alberto con no demasiada reverencia.
Los villancicos, cuenta Mario, son lo que son. «Por eso la zambomba moderna, que también la hay, suele desembocar en una bulería por derecho». El flamenco, cuya categoría es la de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, levanta unos pesos de relevancia que aún no han alcanzado las zambombas. La unión de las dos artes, matiza Mario, eleva el hervor a grados celestiales. Y pone como ejemplo las zambombas de la peña Antonio Chacón o la del Bar Juanito. Luego canta «La Tarara», parafraseando a Camarón y a sus tiempos.
El Puente de la Inmaculada, cuentan los jerezanos, fue el punto de inflexión de la fiesta. Otro más sucedió el viernes pasado. A estas alturas de diciembre, como es natural, la marabunta ha abandonado la cúspide. La fiesta, gracias a los cielos, ha reducido varias marchas. Por las calles del centro puede hasta pasearse estos días. Hay sitio en los veladores, por fin, y los camareros dan abasto. Los codazos pasan a ser un accidente. Hasta hace poco han sido meros salvoconductos. Al final de diciembre, asegura Alberto, sólo resisten los visitantes y los más cumplidos.
Es media tarde. Los bares huelen a café y en el casco antiguo de Jerez, por mucho que se trate ya de excesos, se forma un grupo de lugareños que se arranca por villancicos. Son algo más de una docena. Hay una guitarra, varias panderetas y todo son palmas. El turista que husmea por la ciudad se acerca. También las familias están pendientes. «San José hace las tortas y la Virgen los pestiños, y un ángel canta la nana para que se duerma el Niño», cantan. La tradición se hace carne en Jerez.
El tocino de cielo de aquí es insuperable. Y no es necesario que venga Alexander Fleming para celebrarlo. El microbiólogo inglés visitó hace 70 años las bodegas de Domecq. La fermentación del vino es un proceso vivo mediado por bacterias y el científico, Nobel de Medicina, supo en Jerez de la magia del dulce y del duende del licor. «Si la penicilina cura a los enfermos, el vino jerezano resucita a los muertos», dicen que dijo. A la mayoría de los jerezanos, hoy por hoy, no hay pócima qué los reavive.
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