Lisboa
Mauricio Wiesenthal: «En "El Quijote"está todo Cervantes»
El miércoles pronuncia una conferencia en la sede sevillana de la Fundación Cajasol.
El miércoles pronuncia una conferencia en la sede sevillana de la Fundación Cajasol.
Viajes y libros, las dos constantes en la existencia de Alonso Quijano; las dos necesidades de Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943). El autor de «El esnobismo de las golondrinas» vuelve a la capital andaluza para hablar de Cervantes, escritor, soldado, guerrero, viajero; con el que comparte en cierto modo una vida paralela.
–Cervantes, Sevilla..., dos nombres necesarios para hablar de la literatura.
–La buena literatura viene del aire. Los clásicos le ponían incluso el don y lo llamaban «donaire». Ciertos sabihondos suelen decir hoy que el pueblo tiende a la simplificación, pero eso es una afectación muy moderna que han propuesto los anglosajones que hablan en tuits. Nuestros vulgarismos fueron siempre barrocos, como la literatura de Góngora y las metáforas de Cervantes, y nuestro pueblo no dice «antes» sino «endenantes», y prefiere maldecido a maldito. Ya en un delirio nos inventamos titiritero –que parece la tarabilla de un cantaor de alegrías– cuando bastaría con titerero. Y a los remates en forma de bola o de peonza que adornan las sillas, las camas o las fachadas, se les llama aquí perindolas, en vez de perinolas. ¡Perindolas! ¡Eso sí que es literatura!
–¿Le sigue sugiriendo esta ciudad para escribir?
–Siempre pensé que aquí, en Sevilla, tenía el cielo favorable. Ahora que le han dado el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, me consuelo pensando que, al menos, puedo comprarme las mejores guitarras.
–¿Cómo era esa Sevilla del siglo XVI? La capital del mundo, pero también nido de lo peor, «donde toda incomodidad tiene su asiento».
–Sevilla era la ciudad más grande de España, y también la capital del mundo, porque era –junto con Cádiz–, la puerta y el puerto de América. Y desde Sevilla llegó a América el Renacimiento, pero nos trajimos de vuelta un «mundo nuevo»: una increíble riqueza humana, fascinantes culturas desconocidas y la más extraordinaria diversidad biológica de la naturaleza. ¿Hubiesen sido lo que fueron las artes y las ciencias europeas –desde Durero a Hum-boldt– sin la contribución de nuestras tierras americanas, sin los talentos de la Colonia y sin el aporte de los pueblos del Nuevo Mundo? Todo eso pasó por Sevilla, de ida o de vuelta. Y es evidente que con lo bueno iba lo malo...
–¿Por qué no fue andaluz Don Qujote? ¿Por qué no, «En un lugar de Andalucía...»?
–He vivido mucho en Andalucía para saber que, si algo nos distingue, es la virtud de saber compartir. Cervantes tuvo antepasados cordobeses y andaluces. Y me parece bellísimo que, cuando le abre las puertas de la aventura a Don Quijote, lo manda desde La Mancha por el camino de Andalucía. También me hubiese parecido justo que el Quijote se escribiese en Indias. Compartimos la lengua y la fe. El Inca Garcilaso vino a Montilla y fue uno de los mejores maestros de nuestra lengua española. Igual Cervantes pudo ir a América, y bien que lo intentó; aunque no le concedieron el permiso.
–Se habla mucho del Quijote como libro de aventuras, pero también lo es de viajes , ¿o no?
–En «El Quijote» está todo Cervantes. Nada más comenzar aparecen ya las posadas y las aventuras de los viajes, que él conocía por haberlas vivido, por tierra y por mar. Recorrió una buena parte de España y de Italia, anduvo por Lisboa, Provenza y Túnez, navegó el Mediterráneo hasta Lepanto, con sus islas... Y estuvo cautivo cinco años en Argel. Pero así es como aquellos españoles del siglo XVI aprendían lo que significaba tener una patria y sentir la nostalgia de vivir lejos; a veces mirando al mar desde las murallas de Argel y cantando las canciones que nuestra madre nos cantaba en nuestra lengua y en nuestra tierra. Así se puede escribir la historia del morisco Ricote que rueda exiliado por el mundo, expulsado de su tierra, incomprendido en todas partes y pensando que no hay nada tan dulce como la patria.
–¿Cuánto hay de Don Quijote en Mauricio Wiesenthal?
–Todo lo que me queda de combatiente de la Resistencia. Y vale decir que, a mis años, ando ya por la segunda parte. Me queda poco orgullo de haber caído en el disparate de pensar que el mundo podía mejorarse y al hacer mi última confesión, bajaré la cabeza si el cura me dice que fui tan solo cristiano, y de los más pequeños, cuando me creía un caballero andante y loco.
–¿Cuánto de Sancho?
–Tengo poco de Sancho. No lo soporto cuando entra en el delirio del refranero, aunque él es mi amigo bueno. Nos necesitamos para luchar juntos y no caer en malos encantamientos. Yo no soporto el ajo, pero debo reconocer que los guisos de Sancho también sirven para luchar contra el demonio.
–¿Cómo recuerda su primera lectura?
–Cuando era niño, mis padres me habían dicho que podía leer todos los libros que quedaban a mi altura en las estanterías de casa. Tenían la astucia de poner abajo lo que yo podía entender y leer. Pero, en cuanto ellos se iban a la calle, me faltaba tiempo para subirme a una escalera y rebuscar lo que había en los estantes de arriba. Así lo leía todo corriendo y de prisa, con una dislexia desesperada. Había encontrado una obra de Kropotkin donde decía: «La Revolución ha llegado, que la detenga quien pueda». Y yo leía «La Revelación ha llegado. Que la detenga quien pueda». Por eso soy escritor y no erudito.
–Don Quijote, personaje inspirador de la cultura europea.
–Cuando los románticos alemanes editaron «El Quijote» se dieron cuenta de que no tenían un vocablo para traducir «hazaña». ¡Qué palabra tan española! Los alemanes tenían dos palabras diferentes: tat (la acción cumplida) y handlung (el desarrollo transitivo de la acción). Tuvieron que unirlas para componer «Tathandlung», que sería, en cierta manera, lo mismo que los antiguos estoicos llamaban «la gesta fecundadora». Hágase la luz, y la luz se hizo... O sea, la hazaña. Los españoles hemos llegado muy lejos en esta identificación de la acción con la ética. Por eso, nuestros teólogos hicieron en Trento un discurso originalísimo frente a la filosofía protestante, cuando reclamaron el valor de las obras humanas para explicar cualquier doctrina de la salvación. No basta hablar de fe y sentirla. Se necesita comprometer el discurso en la hazaña, el argumento en la acción y la voluntad en la empresa.
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