Lisboa

Señora altiva

La primera memoria de la Catedral de París se la debemos a alguna de las maestras del viejo caserón de la calle Abades, Madame Elizabeth Masein o quizás Madame Michelle Vargas, que enseñaban a sus alumnos de los primeros cursos de la EGB el poema infantil de Jacques Prévert sobre el Sena, al que miraba, celosa por su «dulce fluir», por encima del hombro desde lo alto de sus piedras: «Notre-Dame jalouse, / immobile et sévère, / du haut de toutes ses pierres / la regarde de travers». Las dos últimas visitas a la capital de Francia han sido por causas profesionales, o así, de distinta naturaleza –el atentado en Bataclan y la Ryder Cup de golf–, pero siempre hubo un rato para ir a devorar con los ojos sin disimulo y por detrás, igual que un voyeur pecaminoso admira el culo de una muchacha, la formidable altivez de las dos torres rectangulares y de esa aguja («flêche» en versión original) que los parisinos reconstruirán en tiempo récord porque sólo hay una fuerza en el mundo que supere a su malaje proverbial: el orgullo de sentirse parte de la ciudad más prodigiosa sobre la Tierra. Pero, ¿qué se puede añadir desde una modesta columna provinciana a lo cantado por Victor Hugo y Malraux? Acaso lamentar la pérdida de los paraísos de la juventud y de la juventud misma o, mucho mejor, esperanzarse con la capacidad del ser humano para construir nuevos monumentos y nuevos sueños. Quien se haya asomado a Berlín, San Petersburgo, Lisboa o cualquier ciudad arrasada por la guerra u otras catástrofes sabe que, en ocasiones, lo impensable ocurre. Cristo está a punto de perecer en la cruz y va a resucitar al tercer día. Milagros de ese tenor, hasta los agnósticos lo tienen comprobado, ocurren a diario. Llámame loco, pero yo estoy convencido de que volveremos a disfrutar juntos del paisaje quemado.