Literatura

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Cuando las historias no tienen final

La posibilidad de universos paralelos se ha convertido en el último recurso narrativo de moda, pero detrás se esconde una falta de voluntad de concreción y responsabilidad

Miles Morales (Shameik Moore), Peter Parker (Jake Johnson), Spider-Gwen (Hailee Steinfeld), Spider-Man Noir (Nicolas Cage), Peni Parker (Kimiko Glenn) and Spider-Man (John Mulaney) in Columbia Pictures and Sony Pictures Animation's SPIDER-MAN: INTO THE SPIDER-VERSE.
Miles Morales (Shameik Moore), Peter Parker (Jake Johnson), Spider-Gwen (Hailee Steinfeld), Spider-Man Noir (Nicolas Cage), Peni Parker (Kimiko Glenn) and Spider-Man (John Mulaney) in Columbia Pictures and Sony Pictures Animation's SPIDER-MAN: INTO THE SPIDER-VERSE.larazon

La posibilidad de universos paralelos se ha convertido en el último recurso narrativo de moda, pero detrás se esconde una falta de voluntad de concreción y responsabilidad

El hombre siempre ha buscado apartar de sí la responsabilidad de sus actos. No puede, no logra mirarse al espejo y verse tal cual, narrador, actor y protagonista de su propia vida. Y lo ha hecho bien, todavía baja la cabeza, mira a otro lado y se marcha silbando cuando le exijen que explique por qué ha hecho lo que ha hecho. Quizá es triste, pero después de 5.000 años de evolución el hombre todavía se ve a sí mismo «inocente» de la mayoría de sus actos.

Al principio, todo eran fuerzas divinas, esencias mágicas, historias arcanas hasta llegar a la definición de una última voluntad de Dios o, en su ausencia, la presencia de su contrario, el demonio. Él decidía, Él marcaba, Él convenía y el hombre, al no ser responsable final de sus actos, dormía bien por las noches. o importaba en absoluto el vértigo de saber que su vida dependía de los criterios de algo o alguien que no podían ver. Lo importante era la libertad que la completa irresponsabilidad genera.

Con la llegada del siglo XIX, la idea de Dios empezó a perder concreción, y con ella se abrió la necesidad de inventar una nueva corriente de «irresponsabilidad». Entonces apareció el auge de las llamadas ciencias sociales, que sustituían la idea de Dios por la del contexto, la psicología y la historia como motores de acción del individuo. De esta forma, el hombre no decidía, decidía cómo le trataban sus papás o a qué clase social pertenecía, si era pobre y analfabeto como una rata o rico y consentido hasta la baba. Sin embargo, con la irrupción de las ciencias empíricas esta idea llegó a unos extremos melodramáticos de tal calibre que empezaron a ser poco creíbles.

A finales del siglo XX se inició la nueva mutación basada en la ciencia experimental, la biología, la neurología y todas las demás exégesis basadas en la idea de que el hombre no es salvo lo que lo conforma. Es decir, el hombre es inocente siempre, si actúa como actúa es por una fluctuación neuronal, una ausencia de proteina x o una mala sinapsis del cromosoma vete a dormir tranquilo, bestia.

¿Alguien cree que seguimos en esta etapa? Podría parecerlo, pero no, hemos evolucionado todavía más. El hombre es muy listo y ahora ha arrancado una nueva era en sus ansias de «irresponsabilidad», la posibilidad de que existan infinitos universos que nieguen cualquier importancia causal a los hechos, pues todos se pueden revertir o repetir infinitamente una y otra vez hasta que no importen en absoluto. Hemos pasado del «¡No es mi culpa!» al «¡No he sido yo!»

Como vemos el cambio principal ha sido cambiar el foco de atención. Ya hubiese sido ridículo culpar a alguien más de sus males, así que el hombre ha conseguido empujar el foco fuera de él y centrarlo en los hechos. Si ya no importan, si ya no tienen ramificaciones fijas o conclusivas, para qué preocuparse. El hombre, en la ficción de sí mismo, es el animal más genial y miserable que haya existido nunca.

La cultura popular siempre ha sentido cierta inclinación hacia la posibilidad de otros mundos. Ya en 1666 , año de los mil demonios, la fervorosa Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle publicaba uno de los primeros libros de protociencia ficción. Hablamos de «Un mundo resplandeciente», que la editorial Siruela traducía por primera vez al castellano esta temporada. Cavendish, mujer adelantada a su tiempo, y la primera que firmaba con su propio nombre una obra literaria en Inglaterra, nos hacía acompañar a una extraordinaria dama a un mundo con animales parlantes desde el cual nuestro mundo parecía decadente y salvaje.

A partir de aquí, los ejemplo de imaginar mundos paralelos han sido muchos, de «Los viajes de Gulliver» a ««Planilandia», de Edwin Abbott Abbott. Aquí nos hablaban de un mundo de dos dimensiones, donde los protagonistas eran triángulos, cuadrados, rectángulos. Pero esta tierra convivía con Linielandia, donde sólo había una dimensión, y así hasta llegar hasta la cuarta. Una lectura maravillosa para aprender cómno podemos doblarnos en dimensiones hasta reducirnos a la inmovilidad o a la insignificancia.

Autores como H. G. Wells no sólo hicieron viajes en el tiempo, sino que deshicieron la idea de viaje para romper cualquier direccionalidad en «Hombres como dioses». Más osado todavía fue Olaf Stapledon en «El hacedor de estrellas» donde nos habla de una especie de Dios que crea diversos cosmos, cada vez más perfeccionados y complejos. Después vinieron los mundos mezclados de Frank Baum y su extraordinaria «El mago de Oz». Y, por supuesto, en los años 50, en el estallido de la cultura juvenil, C. S. Lewis se inventó su serie «Las crónicas de Narnia».

Salto quántico

En los últimos años, y a medida que se iba estandarizando la teoría cuántica, que de las altas esferas científicas se colocaban en la primera plana de la cultura pop, todo parece haber enloquecido en un frenesí de mundo y tiempos paralelos al nuestro afectados no se sabe por qué entre sí. Cuando la ficción encuentra una coartada científica se siente poderosa y ataca con placer a la idea. ¿Cuál es el problema? Que la historia, al convertirse en hiperhistoria, no tiene consecuencias y sin consecuencias, no tiene drama, y sin drama, pues no tiene sentido, sólo colores. El hombre muere y resucita y vuelve a morir y resucitar y ahora es un cerdo que habla con acento alemán y eso es maravilloso, pero totalmente anticlimático. Es como esa pereza que te entra un día de fiesta cuando piensas, «buah, podría levantarme y hacer algo de provecho, pero para qué» y prefieres no hacer nada, ahora toda explicación causal se explica en multiversos, que es como tocar el acordeón con el culo, fascinante, pero nada artístico.

Por supuesto, hay excepciones como «Spiderman: Un nuevo universo», donde nos encontramos a cinco versiones diferentes del superhéroe galáctico, aunque su peso, su densidad dramática, se vea lastrada por esa misma idea de multiverso. Como siempre pasa en este tipo de historias, habrá que solucionar el colapso que acabe con todos los infinitos universos a un tiempo o el drama sería inexistente. O sea, volver a la idea newtoniana del mundo.

Otras grandes ficciones lastradas por la aparición de universos paralelos es «Castlerock», la serie que encapsula los personajes y atmósferas de las novelas de Stephen King y los hace suceder a un tiempo. Cuando aparecen esos mundos paralelos mezclados con ramificaciones fatales para todos, vuelve a sonar a pereza de buscar una razón conclusiva y dramáticamente definitiva a todo lo que está sucediendo. Siempre quedará los universos de Robet Sheckley, el mejor que ha entendido la absurdidez de los mundos paralelos, para reconciliarnos con el hombre y su ansia infinita de irresponsabilidad.