Barcelona
Hace cincuenta años
Era el día 4 de diciembre de 1963, cuando estaba reunido el Concilio Vaticano II. Pablo VI presidía la clausura de la segunda sesión conciliar y la nave central de la basílica de San Pedro acogía a los obispos de todo el mundo. Acababa de leer el último folio de su discurso, ya impreso previamente, pero, con un gesto de la mano, detuvo los aplausos y anunció la que sería la noticia de aquel día: el Papa había decidido hacerse peregrino en la tierra del Señor.
El nuevo aplauso fue aún más fuerte que el anterior. El papa Montini, ya antes de serlo, se había convertido en un gran intérprete de lo que debía ser el Concilio Vaticano II, iniciado por Juan XXIII. Destacaban tres objetivos: el retorno a las fuentes, la reforma de la Iglesia y la unidad de los cristianos. Los tres ejes conciliares –sobre todo el del retorno a las fuentes de la fe– quedaban simbolizados en el gesto del Papa de ir como peregrino a Tierra Santa del 4 al 6 de enero de 1964.
Ahora –pasados cincuenta años– no es fácil hacernos cargo de la novedad que representaba aquel anuncio. Nunca, hasta ese momento, un Papa había puesto los pies en la tierra de Jesús; nunca un sucesor de San Pedro había pisado los caminos que recorrió el primero de los apóstoles. Sería la primera vez que un Papa subía a un avión para hacer un viaje fuera de Roma. La compañía Alitalia, consciente de estas novedades, desde entonces y para los siguientes viajes papales, puso a disposición del Papa el DC-8 que llevó a Montini de Roma a Amman el 4 de enero de 1964. El joven rey Hussein de Jordania hizo mucho más de lo que exigía el protocolo para recibir y acompañar al Santo Padre. Lo mismo hizo el presidente de Israel, Zalman Shazia, y también lo hicieron los respectivos gobiernos. Aquel viaje tuvo también un mensaje interreligioso y fue una expresión de respeto y estimación entre judíos, musulmanes y cristianos.
Aquel viaje tuvo también una gran dimensión ecuménica, sobre todo para la Iglesia católica y sus relaciones con las Iglesias de Oriente. Su momento culminante fue, en este sentido, el histórico encuentro, en Jerusalén, entre Pablo VI y Atenágoras I, el patriarca ecuménico de Constantinopla y jefe de las Iglesias ortodoxas.
El lugar elegido para el encuentro no podía ser más emblemático: el Huerto de los Olivos, que fue testigo de la agonía espiritual de Cristo. Era el primer encuentro al más alto nivel eclesial después de 500 años. Un abismo separaba Roma de Bizancio desde hacía cinco siglos. La unidad de la cristiandad parecía definitivamente rota desde aquel 16 de julio de 1054, cuando el cardenal Humbert, legado del papa León IX, en el curso de una misa pontifical, dejó la bula de excomunión sobre el altar de Santa Sofía de Constantinopla.
El abismo todavía parecía más grande después del fracaso del intento de rehacer la unidad de los concilios de Ferrara y de Florencia, en el siglo XV. Pero el encuentro de la montaña de los Olivos –hace cincuenta años– abrió el camino hacia una de las decisiones ecuménicas del tiempo del último Concilio en cuanto a las relaciones con las Iglesias ortodoxas: el Vaticano II acabó con el gesto recíproco de levantar las excomuniones entre Roma y Constantinopla, vigentes desde hacía cinco siglos. Un gesto que abría nuevamente los caminos hacia la plena unidad. Es de esperar que estos caminos avancen gracias al viaje previsto a Tierra Santa del papa Francisco.
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