Valeriano León
Las «familias de cine», en vías de extinción
Los Góngora y los Reyzábal. Los primeros, dueños del Cine Paz; los segundos, poseedores de los del Palacio de la Prensa y Callao. Son las únicas dinastías que llevan varias generaciones regentando salas
Decía Godard que para hacer una película bastaban dos cosas: una pistola y una chica. Sin embargo, hace falta algo más para sostener esos sueños, antes escritos en celuloide, y ahora digitalizados, durante cuatro sesiones diarias los 365 días del año.
Decía Godard que para hacer una película bastaban dos cosas: una pistola y una chica. Sin embargo, hace falta algo más para sostener esos sueños, antes escritos en celuloide, y ahora digitalizados, durante cuatro sesiones diarias los 365 días del año. Porque películas no se han dejado de hacer desde que los hermanos Lumière hicieran creer a los espectadores, hace ahora más de 120 años, que unos obreros cobraban vida a la salida de una fábrica de Lyon. Lo que se han dejado de hacer son cines. Madrid es un buen ejemplo. En los años 80, nuestra ciudad acogía más de 130; en los 90, alrededor de 70; hoy, poco más de 25. Por el camino se quedaron muchas salas emblemáticas. Que se lo pregunten a nuestra sufrida y centenaria Gran Vía, ahora en la UVI por obras: los Avenida, el Palacio de la Música, el Rex... Y los que quedan, nacidos como un negocio familiar, la inmensa mayoría han sido absorbidos por grandes compañías de exhibición cinematográfica. Sólo dos familias sobreviven, como sendas galias, en las que son –o eran– las grandes avenidas del séptimo arte de la capital, Gran Vía y Fuencarral: los Reyzábal y los Góngora.
Es el 13 de noviembre de 1943, en el número 125 de la calle Fuencarral. Un cartel preside la entrada: «Antes de entrar dejen salir». Bajo el título destacan los nombres de Valeriano León y Mª Dolores Pradera. «Tolerada a menores», reza. El precio de la butaca es de cuatro pesetas. Quedaban inaugurados los Cines Paz. La familia Roncero fue la encargada de ponerlo en pie. Después, les tomaron el relevo los Arroyo. Ya en 1978, adquirió el local Maximiliano García Álvarez. Los Paz no fueron los únicos: llegó a tener 13 cines, lo que suponía el circuito más grande de Madrid. Con Maximiliano le tocó el turno a los Góngora: su yerno, Mariano Góngora Benítez recogió el testigo en 1989. Y, desde 2006, su hijo, Mariano Góngora García, es el gerente de los Cines Paz. En noviembre cumplen su 75º aniversario. Y en ese largo camino, hay muchas fechas para el recuerdo: la presencia del entonces Rey Juan Carlos y la Reina Sofía, en 1990, para apadrinar la implantación del novedoso sistema THX; la visita de la Infanta Cristina, acompañando a Nick Nolte y Jason Gould, hijo de Barbra Streisand, en el estreno de «El príncipe de las Mareas»... Y algunos hitos hoy impensables, como los 481 días que permaneció «Doctor Zhivago» (1965) en cartel.
Mariano Góngora y su hermana Carolina nos reciben en su cine. Antaño una sala única, ahora cuentan con cinco. En total, rozan las mil butacas. «Somos distintos, y por eso estamos vivos», dice Mariano. Sí, reconocen que son una «rara avis». De unos años a esta parte se han especializado en cine independiente, en su versión doblada, siendo en un 65% europeo. No encontrarán en su cartelera películas violentas o de contenido sexual. La gran mayoría de su «público fiel» lo componen mujeres de más de 60 años. Muchas llegan al cine sin saber lo que proyectan: «¿Qué puedo ver hoy?», le preguntan a alguno de los cuatro acomodadores, siendo uno de los pocos cines que conservan en su esencia este emblemática figura. Una de las innovaciones puesta en marcha por Mariano está teniendo una acogida espectacular: un domingo al mes celebran sus «matinées», retransmitiendo en directo los espectáculos de la Royal Opera House de Londres, culminadas con un aperitivo regado con cava. En estos eventos, es el primer cine de Madrid en número de espectadores. En total, cada mes, entre 16.000 y 17.000 personas pasan por sus salas. «Es un trato de primera mano, familiar. No es como estar en un complejo gigante. Te sientes acompañado», dice Mariano. Que la sala esté limpia entre sesión y sesión, o que la temperatura sea la ideal, son dos de esos pequeños detalles tan demandados por el público mayor y que en la sala cuidan a la perfección.
La reinvención de los Paz era necesaria para subsistir. Las descargas ilegales han hecho mucho daño. «No es tanto un problema de competencia. Y tampoco de las plataformas digitales. El público que ve cine en casa es distinto al que acude a un cine. Nada como la piratería ha tenido un impacto tan negativo. Y lo sigue teniendo», dice Mariano. El número de espectadores que han logrado fidelizar es digno de admiración. Pero llevar un cine «no es un negocio fácil»: las recaudaciones pueden parecer altas, pero, al final, la sala se queda con el 25% de la taquilla, y la distribuidora, el 50%; está también el IVA cultural, del 21%; las mejoras tecnológicas, que suponen un desembolso importante... Al estar ubicados en una zona tan «jugosa» como Fuencarral, «muchos operadores han llamado a la puerta» de los Paz para hacerse con el edificio. De momento, resisten. «No podemos dejarlo, es un sector necesario y bonito. No es como llevar cualquier otra tienda... La gente disfruta. Los cines, en mayúsculas, seguirán existiendo», concluye Mariano.
Nos desplazamos 1,3 kilómetros en el espacio y 92 años en el tiempo. Es el 11 de diciembre de 1926. El cine Callao se estrena en la plaza que le da nombre con «Luis Candelas, el bandido de Madrid». Justo en frente, en el número 46 de la Gran Vía, hace lo propio tres años después el Palacio de la Prensa, edificio encargado por la Asociación de la Prensa y que empezó a funcionar como cine un año después de su inauguración. Ya en los años cincuenta, ambos pasaron a ser propiedad de Julián Reyzábal, un humilde campesino burgalés llegado a Madrid en la década de los treinta y ejemplo paradigmático del «hombre hecho a sí mismo». Tras invertir en todos aquellos locales donde barruntaba potencial, importó el modelo de las salas americanas a la España de la posguerra. Ambos cines son aún propiedad del clan familiar y hoy están gestionados por su nieto, Julián Reyzábal González-Aller. Son los que quedan de todo su imperio: el Montera, el Carlos III, el Ciudad Lineal, el París, los Roxy –ya cerrados, junto a los Paz– fueron algunos de los 30 locales de su propiedad. Pero quizá, la «joya de la corona» fue la emblemática Torre Windsor, reducida a cenizas en 2005.
En los últimos 20 años, Juana Sánchez ha pasado por casi todos los puestos por los que se puede pasar en un cine: vendedora de palomitas en los antes llamados «ambigús», taquillera, «rompiendo» entradas en la puerta, acomodadora y también ha hecho sus pinitos en la sala de proyección. Ahora en el Palacio de la Prensa, siempre ha estado en los cines de los Reyzábal. Recuerda sus comienzos, en 1998, cuando se estrenó «Titanic». Las colas rodeaban la manzana y los trabajadores no daban abasto. Eran otros tiempos: recuerda «Jumanji», «Lo que la verdad esconde», «Otoño en Nueva York», o «Billy Elliot» como algunos de los taquillazos más sonados. ¿Qué ofrecen cines como el Callao o el Palacio de la Prensa frente a las multisalas? «La cercanía. Lo sientes como trabajador. No es lo mismo trabajar allí que un cine como éste. Allí eres sólo un número. Y los espectadores lo perciben igual. En una multisala estás solo, en un pasillo, sin nadie...», explica. Y en el precio: la entrada está a siete euros, realmente barato comparado con el resto de salas. Pero hoy, centrarse sólo en el cine no resulta rentable. Algunas sesiones apenas reúnen a cuatro espectadores. ¿Podrán los madrileños seguir yendo a sus salas en el futuro? «Yo espero que sí. A Julián Reyzábal le encanta el cine, apuesta por él y va a seguir luchando. Los cines no deberían morir nunca», concluye Juana.
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