Mascotas
Sin realojo para 200 perros de La Cañada: "Se comerán entre ellos"
La situación de los animales en los asentamientos se complica al abandonar las chabolas, ya que sólo les permiten llevarse a uno.
La situación de los animales en los asentamientos se complica al abandonar las chabolas, ya que sólo les permiten llevarse a uno.
Laura e Itziar acuden, como cada semana, a La Cañada Galiana. Ya saben lo que se van a encontrar. Llevan años visitando las chabolas de los diferentes sectores en busca de perros abandonados, malnutridos, golpeados, aislados... en definitiva, maltratados. Forman parte de la asociación Salvando Ángeles Sin Alas y sólo quieren que los animales que se encuentran en estos asentamientos vivan en buenas condiciones.
Hace un año, LA RAZÓN se puso en contacto con ellos para conocer de primera mano su labor. En ese momento ya denunciaban la difícil situación que vivían muchos animales, «pero ahora están peor y la cosa va a seguir poniéndose más negra», afirma Laura, una de las rescatadoras. Detrás de esta afirmación está una de las medidas más aplaudidas de esta última legislatura, ya que consiguió unir a la Comunidad de Madrid (PP) y al Ayuntamiento (Ahora Madrid) en un mismo proyecto: realojar a más de 700 familias del sector 6 de La Cañada que viven en infraviviendas. ¿Por qué perjudica esta medida a los canes? «Sólo les permiten llevarse a un animal por piso. La mayoría tienen entre cuatro y cinco, así que como se trasladan a un piso, se llevan el más pequeño y abandonan a su suerte al resto. Calculamos que dejarán a unos 200 y, lo peor es que, por su instinto, si nadie les presta atención, ni les alimenta, se terminarán comiendo entre ellos», explica la rescatadora. La mayoría son galgos o perros de razas potencialmente peligrosas, como los pitbull.
No es difícil toparse con esta realidad. A los cinco minutos de entrar en la zona conocida como Las Lomas, en la carretera de tierra ladra, suave, un perrillo. «¡Mira qué lindo! ¿Tendrá dueño? Si no, nos lo llevamos», dice una de las jóvenes de la asociación. Su dueño no anda lejos, ocupa una de las primeras chabolas. Sale a nuestro encuentro temeroso. «¿Qué buscáis?», pregunta.
Las jóvenes se ganan rápidamente la confianza de Francisco. «Somos de la asociación de perros». Con esta frase consiguen que les abran todas las puertas. «¿Es suyo?», señalan al pequeñín que ladra sin apenas fuerza. «Sí, y dentro tengo otros tres». «¿Podemos pasar a verlos?». Él asiente.
Dentro de La Cañada, no hay familia que no tenga uno o dos perros. Predominan los galgos y los pitbull
Laura entra en el coche a por las fichas. Siempre acuden con ellas. Es donde detallan la situación de todos los animales que se encuentran. Francisco va señalando a cada uno de sus canes. Todos atados, salvo el que andaba por la carretera que es el único que no es de raza pitbull. La que más ladra se llama Yala. «Es preciosa», dice Laura, mientras intenta tranquilizarla. «Me gustaría, pero a ella no me la llevo. No puedo», dice. Ya le han confirmado que, en breve, le darán las llaves del piso al que le van a realojar. «La verdad es que no me quiero ir», reconoce. «No sé vivir en un piso, prefiero el aire libre, el campo. Aquí estoy muy a gusto». Por ello, no descarta terminar viviendo con algún familiar al que aún no hayan concedido una nueva vivienda.
Y su situación no es excepcional.
Al margen de las preferencias o no de los habitantes de Las Lomas, los principales perjudicados son los perros. «A estos dos tampoco me los llevo. ¿Os podéis hacer cargo también de ellos?», pregunta a las chicas. Ellas, aunque no saben dónde van a meter a tantos animales, no lo dudan: «Sí». Y hacen las dos preguntas clave: «¿Están chipados? ¿y vacunados?». Su dueño duda, sólo sabe confirmar que Yala está castrada. Un dato importante sobre todo para este entorno. «Intentamos que los castren a todos para que no sigan apareciendo cachorros abandonados, pero no creas que acceden, y eso que nos ofrecemos nosotras a hacerlo gratis».
Tras acordar la recogida de los animales en las próximas semanas, volvemos al coche. Nos sigue un gallo cacareando. Es otro de los animales más habituales de La Cañada. Se mueven a sus anchas.
Solo unos metros más adelante encontramos otro perro tumbado en la arena. Al intentar acercarnos se asusta y huye. Se cuela por la reja que limita la chabola de sus dueños. En ese momento no hay nadie. «Ha ido a visitar a su hijo a la cárcel», explica su vecina. «Volverá a casa en unas horas».
Sale a nuestro encuentro una niña, no alcanza la adolescencia. Debería estar en el colegio, pero... «¿Sois las de los perros?». Vuelve la misma pregunta. «Tenemos a un galgo que no nos vamos a poder llevar. Está herido. ¡Venid!».
Antes de pasar al interior de la chabola contamos unos cuatro animales. Todos atados, salvo el más pequeño, que ladra sin fuerza. En esta finca viven varias generaciones de la misma familia. Antonio, uno de los patriarcas, se acerca a Kevin, un galgo negro con la mirada apagada. No es capaz de levantarse. «Lo utilizábamos para cazar, pero hace unos meses lo atropellaron. Me cobraron 50 euros por una medicación, pero de lo que no podía hacerme cargo es de su operación, así que no me lo voy a poder llevar. ¿Os podréis ocupar de él?».
Interviene en la conversación una de sus hijas: «Por favor, no se lo deis a un gitano, que no lo va a cuidar bien. Varios se lo han intentado comprar a mi padre, pero él no ha querido. Sólo quiere que se lo quede una buena familia, que lo cuide». Intentan que se ponga de pie, pero el animal tiembla, está débil, sin fuerzas. «¿Tiene chip y vacunas?». Es la cuestión clave. «Vacunado sí, pero el chip se lo quité después del accidente». No querían que le relacionaran con él si le ocurría algo. Laura toma nota de todo.
Perros de primera y de segunda
A la salida, las mujeres de la casa reconocen que tienen muchas ganas de abandonar La Cañada. «Nunca he vivido en un piso y me apetece mucho», dice una de ellas con sonrisa ilusionada. Antes de irnos, vuelven a preguntar: «¿Os vais a llevar a todos estos perros?». Señalan a otros dos galgos atados. Los familiares dudan. «No creo». Ellas les facilitan su teléfono de contacto: «Llamadnos en cuanto os confirmen que os vais y venimos a por ellos». No saben si lo harán, pero las dos chicas que recorren el asentamiento en su tiempo libre esperan que su teléfono suene.
De la siguiente casa en la que nos detenemos salen rápidamente cuatro pitbulls. «Son muy sociables, no hacen nada», insiste el niño que corre tras ellos. «Yo me los quiero llevar –dice– pero vamos a tener que elegir», explica cuando Laura e Itziar se acercan a examinarlos. No tienen miedo. «Mira lo buenos que son y, aún así, nos va a costar mucho encontrarles familia. Las familias
siempre prefieren a un galgo, antes que a estos animales. Existe mucho estigma. Hasta aquí hay perros de primera y de segunda», dice Itziar con pesar. Pero ellas no discriminan. «No nos damos por vencidas y vamos a salvar a todos los que podamos».
Tayron pudo salvarse de la chabola, ahora busca familia
Antes de abandonar una de las chabolas se acerca Santiago. «Tengo un pitbull cachorro que no nos vamos a poder llevar. Es muy bueno. Os lo lleváis». Ellas asienten. No debe tener más de medio año y cuando se acerca su dueño se retrae. Tiene los ojos vidriosos. «¿Y dónde lo metemos?», se preguntan. No lo saben, pero tienen claro es que ese animal va a salir en ese instante de La Cañada. «Creo que tiene fiebre», dice Itziar al posar la mano sobre su frente, «y garrapatas», añade Laura mientras inspecciona sus orejas. Se deja querer. Una de ellas le coge en brazos, mientras la otra llama a otra protectora para ver si se puede hacer cargo. «Por ahora me dice que no tiene hueco», pero eso no es impedimento para meterlo en el coche. «Bueno, chicos, ¿y qué nombre le ponemos?», pregunta a la periodista y al fotógrafo. Él responde tajante: «Tayron». Días después Laura escribe a la redactora: «Es buenísimo, solo falta que le adopten».
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