El Gordo

El número que todos tildaron de «feo»

El Gordo cayó en el 88008, una combinación que no gustaba

Champán, confeti y cánticos en 'Doña Manolita', que vuelve a repartir millones con tres quintos y el 'Gordo'
Champán, confeti y cánticos en 'Doña Manolita', que vuelve a repartir millones con tres quintos y el 'Gordo'Europa Press

La lotería es como una gran almoneda de promesas y esperanzas, la revancha popular de las castas trabajadoras, el viejo sueño de invertir el orden por un día, aquel mundo al revés que cantaba la edad media y que Víctor Hugo consagró en la literatura con «El jorobado de Notre Dame» y, más adelante, el Estado moderno reinventó en estas fiestas de culto como un inesperado contraluz crematístico.

En un mundo de inflaciones y tantos belicismos, esta cornucopia mítica del Gobierno, este dinero gratis a cambio de un décimo adquirido en un restaurante de menú, en una administración entoldada de suerte o en los despachos de la ofi, no vaya a ser que le toque al colega de al lado, que nada irrita más que reconocer la alegría en las jetas ajenas, resulta hoy una especie de tabla de náufrago para el proletario venido a menos de hoy y esta clase media cada vez más escasa de salario y un poco ya como en rebajas.

En Navidad suele cundir siempre una fiebre de la suerte como en el siglo XIX hubo una fiebre del oro. Solo que aquí la peña ya no tiene que largarse a San Francisco y alquilarse media docena de acémilas de mal domesticar y genio terco, sino que se persigue la fuente dispensadora de riqueza, el antiguo mito fecundador de la lluvia de oro, en las esquinas más inmediatas del municipio, en los baretos frecuentados en el menudeo de lo cotidiano, la tienda que hay a trasmano o, como ha sucedido ahora, en ese ultramarinos madrileño que ha repartido la cantinela de cien kilos por las rúas menestrales y resignadas de Peñagrande, quizá, por aquello, de que la diosa fortuna, que es una deidad tirando a antojadiza y caprichosa, como la otra, la que reina en Cibeles, siempre ha sonreído a los braceros del día a día, a los currantes desconfiados de credos y las promesas de vanas militancias.

El Gordo de este año, que ha sido un poco tardón, a lo mejor por sostener el suspense como en los filmes de Hitchcock y dar emoción a una mañana que venía sin un Antonio Ferreras que nos infarte un poco la tele y la actualidad, supone una imagen lúcida y oportuna de estos tiempos en que nos entregamos a vivir. Una deriva bastante oportuna que suena un poco a cuento de Hans Christian Andersen, algo que viene muy a colación en estas fechas.

A este guarismo que ha salido premiado, el 88008, más de uno lo quiso devolver de principio por alguna disonancia o falta de compás que apenas le convencía en esa combinación aleatoria de ceros y ochos. Otros, más embravecidos en el habla, hasta reconocieron que lo habían tildado de «feo», como aquel cisne del cuento, por proseguir con Andersen, porque no participaba de alguna supuesta estética numeral y taumatúrgica que se presupone implícita en un ganador, en un triunfador que sea de pro.

Esto revela bastante de qué condición estamos amasados los hombres, que lo juzgamos todo por el ojo de las apariencias, a pesar de Platón y de su mito de las cavernas, aunque, a lo mejor lo que sucede es que ahora esto ya no se enseña en clase, pudiera ser, y andamos algo despistados al juzgar la realidad. El asunto, lejos de ser menor, nos arroja una métrica bastante curiosa y ajustada del alma que nos gastamos a estas alturas de la centuria, que, a la una y pico de la tarde, cuando la cifra salió del bombo bañada en tanto billete de euro, ya nadie quería desprenderse de él ni tampoco le resultaba tan achicado de beldades. Curioso. Al contrario, todos se vanagloriaban de tener uno y lo mostraban sin rubores ni pudor en la calle, y hasta lo mostraban ufanos en los telediarios, porque en este mundo, no hay feo que resulte tan feo si nos viene ataviado con capa, corona y cetro. Así que se celebró a este número jorobado, a este número atrofiado de gracia, este número sin la ventura de un buen semblante de venta, pero tocado por el azar, con champán, que es todo un signo. Una alegoría de mucho simbolismo y significado que viene a expresar a esos hombres o mujeres nuevos que abandonan su carrusel de miserias para engrosar las nóminas más altas de la sociedad. Lo mejor es que ya a nadie se llama a engaño y, como hizo uno, tras cotejar los beneficios que le traía su décimo, saludó y después se largó para el curro, que estas no son épocas de las que uno se pueda desprender porque sí de un empleo por una regalía, una retribución o un plus. A pesar de ese Quijote de hojalata que hacía la Mancha entre las butacas del Teatro Real, ya nadie está tan loco para dejar una nómina, lo que nos dice mucho de la década que nos ha tocado. Lo mejor, entre este corrillo de gentes disfrazadas de obispos, curas galdosianos y Papas, de lunáticos y otros forofos de la tradición, y de los que se montaban una Operación Triunfo en las administraciones de lotería, era un tipo tirando a sencillo, con un bebé en brazos, que admitía que le venía bien ese parné. Un chaval que honraba la paremiología y aquel dicho de que todo niño siempre viene con un pan debajo del brazo.