Madrid
«Al vivir en la calle no hay dignidad»
Roberto, de 56 años, ante las crisis económicas eligió la peor opción: traficar y vivir en la calle. Ahora es una persona que ha recuperado su autoestima
Dormir en la calle casi nunca es una elección voluntaria; es la parada final de un vía crucis al que se llega por una deriva vital que arrastra a la persona a esa situación que ni pensó en sus peores pesadillas. Estigmatizarlos, sin ponerles ni cara ni voz y sin conocer su historia, Aunque Roberto, la cuenta sin paños calientes, porque es un desaire.
Ayer fue el Día de las personas sin Hogar. Cáritas, Faciam (Federación de Asociaciones y Centro de Ayudas a Marginados) y otras asociaciones, quieren subrayar que la pandemia ha agudizado la situación de este colectivo porque se está agravando la situación y la vulnerabilidad. Roberto, por el momento, puede sacar un poco la cabeza porque está en el albergue San Juan de Dios porque como dice: «Al menos tengo un techo, un armario, comida y una vida».
Esa existencia que hace decena de años era plácida. Hasta 2006 tenía un empleo estable y cualificado. Era técnico electrónico en equipos industriales en hostelería y restauración, entre otras labores. Pero ese año la crisis se le llevó por delante y de qué manera. Se desnortó y puso un paréntesis a los amarres familiares, fraternales o de esos amigos que sí que iban a la voz de ya para ir a tomar unas cañas. Él se fue alejando y el resto lo recibió como un alivio. «Empezó una vida escabrosa –el consumo de sustancias– y tuvo que abandonar su hogar, a lo que le restó la autoestima. Se sentía como un barco a la deriva lenta y fatigosa: «Sin dinero, la primera opción es vivir de alquiler pero no te llega: después coges una habitación, pero tampoco da de sí lo poco que tienes...». El final es la calle y la exclusión que se elige y, ya puestos, tu entorno aprueba, una molestia menos. «Pierdes el contacto con los tuyos, te quedas sin tu abrigo y tu vida social se te escurre como arena entre las manos». A esa catarata de estados emocionales, se añade los utensilios cotidianos que, sin saberlo cuando los tienes, son nutrientes para la dignidad. Ejemplos, como apunta Roberto: «Tener un armario, un lavabo, una mesa, comer todos los días a una hora fija, dormir cuando se puede...». Esa es la vida de una persona sin hogar, que tiene la calle como única morada.
Pero a él la vida se le complicó mucho más: en 2010 con otra crisis económica y sin aún remontar aceptó ser «mula», un portador de droga para transportar droga de aquí para allá «porque buscaba dinero rápido y fácil. Sé que fue un acto de egoísmo». Tuvo tanto recorrido que terminó en una prisión de Tokio. Estuvo allí de 2010 a 2016. Al llegar a España le trasladaron a la cárcel de Navalcarnero «lo definen como el pozo de Madrid entre todas las prisiones». Y regresa la vulnerabilidad porque ya había llegado el Coronavirus «y estábamos cerrados a cal y canto». Poco tiempo después le concedieron el tercer grado: «Trabajo, logro algo de dinero, vivo de alquiler, pero de nuevo los ingresos se agotan». La Covid-19 dio un nuevo vuelco a su vida. El espejismo se acabó y se le buscó la mejor solución posible para su caso: su abogado le ofreció la posibilidad de volver a prisión para no estar en la calle y sentirse más protegido contra el virus. Pero aún se acuerda de pedir pan y de ayudar a los que les pegaban porque con los «desechos» no hay contemplaciones.
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