Opinión
La Ley de Universidades de Sánchez o el asalto político a los campus
La futura Ley de Universidades no está diseñada para los estudiantes, sino para los militantes, porque abona la agitación de los campus en detrimento de la excelencia. ¿Cómo no lo vamos a denunciar?
La majestuosa fachada de la Universidad de Salamanca, obra maestra del plateresco español, habla desde el silencio de sus piedras de la grandeza de la historia de España. Nuestro pasado no se entendería sin sus universidades. Estas instituciones milenarias han logrado sobreponerse a todo tipo de avatares a lo largo de más de diez siglos, porque se han mantenido esencialmente fieles a su misión: transmitir el saber, ensanchar las fronteras del conocimiento y promover el debate y el contraste de ideas en libertad. Pero el peligro de apropiación indebida y malversación del espíritu universitario ha estado siempre al acecho en ese largo recorrido, a veces con consecuencias aterradoras. Por ejemplo, en la Alemania nazi, buena parte de la élite académica -especialmente desde la Universidad Ruprecht Karl de Heidelberg- se volcó en el apoyo y la justificación del antisemitismo y la purificación racial. El pavoroso desenlace lo conocemos bien.
Ahora, en una universidad española, la Pompeu Fabra, el claustro le ha pedido al equipo directivo que prohíba el español dentro de sus órganos, así como en sus comunicaciones internas y externas, sin que nadie alce la voz en el conglomerado “Frankenstein”. Todo lo contrario, la impunidad para este tipo de acciones está servida, porque el Gobierno de la nación ha cocinado una nueva ley orgánica de universidades (LOSU) que allana el camino para la contaminación ideológica y el control político de los campus, tanto en Cataluña como en cualquier otra región de España.
Es verdad que a estas alturas hemos perdido la capacidad de asombro. Ya sabemos que el sanchismo es perfectamente capaz de cometer cualquier tropelía -lo hemos visto en las etapas educativas no universitarias-, pero no por ello vamos a quedarnos de brazos cruzados. En el Gobierno de la Comunidad de Madrid tenemos la obligación de plantar cara a todos y cada uno de estos desmanes por convicción y por mandato de los madrileños.
La LOSU del ministro Subirats nos llega aderezada con algunos enunciados atractivos en materia de financiación de las universidades y de estabilización del personal docente e investigador. Pero si en el texto de una ley lo deseable o lo razonable conviven con lo irracional, el conjunto no se sostiene, y eso es exactamente lo que sucede en este caso.
Vayamos por partes: en primer lugar, la LOSU contamina la financiación universitaria en favor de los mismos de siempre al estipular en el artículo 56b que se tendrán en cuenta las necesidades singulares derivadas de tener lengua cooficial. Una vez más, el chantaje de los desleales les genera réditos y prebendas de las que se nos priva a quienes sí cumplimos las normas.
A este dislate se suman los referidos a la regulación de la gobernanza universitaria, basados en una premisa torticera y manipuladora. Según ha difundido el Ministerio de Universidades, “La LOSU es una ley pensada para los y las estudiantes, tengan la edad que tengan y aporta en su redacción las garantías para que así sea”. Además de la habitual patada “con perspectiva de género” a la economía del lenguaje (“los y las”), se trata de confundir a la sociedad, porque hacer lo mejor para los estudiantes universitarios no tiene nada que ver con darles mando en plaza en terrenos donde no les corresponde, como hace esta ley.
Así, a los estudiantes se les reconocen muchísimos derechos (hasta diecisiete, en el artículo 33) y muy pocas obligaciones (cinco, en el artículo 36) y se les da una excesiva participación en decisiones que no tienen capacidad técnica para evaluar. En el artículo 6.2 se establece la participación vinculante del estudiantado en la elaboración de los planes de estudio y las guías docentes, un auténtico atentado contra la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y cualquier tipo de lógica. ¿Cómo van a decidir los estudiantes sobre aquello que, precisamente, han ido a aprender a la universidad? ¿Sería racional que fuera el paciente el que prescribiera su tratamiento médico? En paralelo, la LOSU rebaja el nivel académico en favor de la politización y genera agravios entre los estudiantes al prever la concesión de créditos por pertenecer a alguna asociación estudiantil o por formar parte de comités de política universitaria.
Pero lo más grave es que la ley consagra una gobernanza ingobernable al configurar como un derecho la realización de “paros académicos”, cuando así lo decida el órgano de representación de los estudiantes. ¿Quién pagará las clases perdidas y los costes ocasionados? ¿Quién defenderá los derechos de quienes no secunden estas huelgas? ¿Alguien recuerda que las universidades las financiamos todos?
Este círculo nada virtuoso se cierra con la eliminación del requisito de ser catedrático de universidad para optar al cargo de rector. Vía libre, por ejemplo, a un tal Pablo Iglesias. Fuera caretas: la LOSU no está diseñada para los estudiantes, sino para los militantes, porque abona la politización y la agitación de los campus en detrimento de la excelencia. ¿Cómo no lo vamos a denunciar?
Enrique Ossorio Crespo es vicepresidente y consejero de Educación y Universidades de la Comunidad de Madrid
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