Gastronomía
Gran Café El Espejo: escenario gatuno de bocado versátil
Aitor Enatarrialga aplica la fórmula del sentido común en este rincón del bullicioso Paseo de Recoletos
En Madrid se puede comer de muchas maneras. Esta ciudad tan llena de luz como este falso otoño que nunca acaba de llegar, tiene tantas mesas y manteles como historias cotidianas de los que trajinan por aquí. Hablar de los sitios de mucha pretensión, en los cuales los opinadores tienen tarjeta de visita, resulta fácil porque ese es el campo de juego del producto imbatible y de las agencias de comunicación. Pero los madrileños somos paseantes, especialmente individuos de media vida que tenemos nuestra felicidad cuando salimos de casa.
Ese bulevar siempre bullicioso que es Recoletos tiene un velador que de puro artístico no parece ni madrileño. Bueno, si es que alguien acierta a escribir con precisión qué significa eso. Los madrileños somos tan genuinos que nos pasamos por el Arco de Cuchilleros la noción de cosmopolitismo, o ese afán de otras grandes capitales por enmarcar nuestras estampas. Pasear es vagabundear, buscar las costuras de nuestra existencia, cuando dejamos que el rumor del pensamiento choque con los edificios de nuestros pequeños episodios.
El Gran Café El Espejo es parte del escenario gatuno de las útimas décadas, porque Madrid siempre ha sido una fiesta. Sin necesidad de tener al cronista Hemingway dando la matraca, todo lo que pasa en esta ciudad tan vibrante descansa en los bares.
Aitor Enatarrialga es un hostelero de evidente procedencia vasca, que ha decidido aplicar la fórmula del sentido común para conquistar al público trajinante, o con esa sencillez que da conocer el escenario que se pisa, y las necesidades del comercio y del bebercio más esencial. El éxito puede garantizarse. Salir a diario necesita lugares que nos hagan los ratos más confortables. Como esa buena verdura imprescindible para acomodar los vértigos laborales y los desengaños amorosos. Estupendos puerros, alcachofas reparadoras, tomate rumboso, o lechugas desbordantes, que no sólo son eso que se denomina «healthy», sino la réplica a las cocinas pesadotas de los constructores que ya parecen haber desaparecido de los paisajes culinarios..
La versatilidad del bocado para quien descansa o charlotea, que no en vano es la principal ocupación del madrileño, se manifiesta en la croqueta correcta, en una anchoa que en esa recreación del café es del doble guarismo, chacinas ortodoxas, o un brioche en doble versión de gamba o rabo de toro. Las muchas comandas necesitan que poco a poco se hagan más esponjosos estos guiños franceses. A su vez, vieiras bien marcadas, el salmón en tartar o al grill, y las suficientes calorías cárnicas de los entreactos del negocio, o de nuestro preferible ocio.
Sentarse sin prisa, dejarse arrullar por esa corriente de una ciudad que no para, imaginar que los dramaturgos de hoy son tan estelares como los del principio del XX. Sentarse en el pescante de un coche de caballos cuyo único enganche es estar frente a la Biblioteca Nacional. De hecho, la Feria del libro viejo actualiza en primavera y en otoño esa pasarela de los dos Cafés del Paseo.
El nuevo rumbo que ha tomado esta terraza de nivel requiere, seamos francos, mayor dimensión líquida. Porque como decía el llorado Clemente de Chamberí, al fin y al cabo, a los bares se sale a beber. En cualquier caso con un puñado de libros, de facturas impagadas o esperando a quien nunca llega, hay pocos sitios tan hermosos como el Gran Café El Espejo para echar el rato en Madrid.
Precio: 45 euros
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