Historia

Madrileños del siglo XVII: el matrimonio y la viuda empresarios (II)

En aquella Castilla en decadencia, esta mujer iba sobreviviendo del fruto de su ropería en la calle Mayor de Madrid

«Auto de fe en la plaza Mayor», cuadro de Francisco Rizi pintado a finales del XVII
«Auto de fe en la plaza Mayor», cuadro de Francisco Rizi pintado a finales del XVIIMuseo del Prado

Como decía ayer, en medio del sol de agosto de 1617 y en Madrid, un matrimonio y una viuda acudieron ante escribano público para disolver una compañía de ropería que habían establecido un año antes.

Cuando la formalizaron, participaron con dinero en efectivo y la viuda, además, incorporó a la compañía su casa-tienda. Firmada la disolución, quedaban algunos flecos sueltos. El matrimonio se había comprometido a pagarle por arrendamiento de la casa 200 ducados al año (un ducado era una moneda de oro de 23 con tres cuartos quilates y peso de unos 3,6 gramos, por lo que un ducado serían aproximadamente 203 euros), unos 40.600 euros anuales: satisfacía la cantidad en género, tasado por los expertos anteriores y la viuda se daba por contenta.

Expuestas y leídas por el escribano las renuncias a pleitear, justo al acabar aparece una cláusula extraña, que tal vez sea indicativa de todo lo que ocurrió para disolverse la compañía en tan solo un año de vida: «La dicha Damiana Rodríguez ratifica y aprueba un arrendamiento que Alonso Ordóñez, ropero, tiene hecho a favor de los dichos Pedro Rico y Melchora de Agrez, su mujer» de cierta parte de la casa de Damiana por dos años y por 120 ducados al año. En seguida volvemos sobre este sub-arrendamiento.

Se cerró el contrato con las formalidades acostumbradas y curiosamente la viuda firmó, toscamente, pero firmó (lo cual no quiere decir que supiera escribir) y los cónyuges firmaron también. Curiosa escritura que recoge firmas de dos mujeres.

En conclusión: en aquella Castilla en decadencia, en decadencia apocalíptica que les gustaría decir a los noventayochistas, en pleno marasmo, resulta que una viuda iba sobreviviendo, o viviendo del fruto de su casa-tienda dedicada a la ropería en la calle Mayor de Madrid. Esa viuda parece que no tenía ni un solo juro, nada de deuda pública, sino solo los frutos del trabajo, de la compra venta, y de la importación de tejidos y sus derivados en el mejor sitio de Madrid.

Ella, viuda, ¡mujer y viuda!, había puesto en marcha una compañía con un matrimonio, que entonces eran de hombre y ¡mujer! Cada cual había aportado a la compañía lo que estimaron pertinente y por cuatro años. Ciertamente que en la España decadente y mísera, quebraron al año.

Probablemente los cónyuges no eran grandes negociantes, toda vez que parecía que llevaban evitando la quiebra desde un tiempo atrás: ¿cómo? Arrendando a un tal Ordóñez algunas piezas de la casa en que vivían. Aquel parche tampoco resultó, y un día la confianza entre los socios se quebró, sacaban dinero contante y sonante, no pudieron soportar las deudas…

¿Fue todo así? ¿Cómo nos imaginamos a la viuda Damiana? La verdad es que no lo sé: no tiene pinta de ser una inerme pobre mujer, más bien me parece la malvada de Hansel y Gretel que engatusó a estos dos que, en menos de un año, se quedaron sin casa, tienda, mercancías y sólo pudieron recuperar una parte de las ilusiones que había puesto en esta a ventura a cuatro años vista.

O bien podría ser que ellos intentaran engañar a la enérgica viuda y se equivocaran de presa. Al cabo de un año, no le habían conseguido quitar la casa, o cargarla de deudas, o lo que fuera, y ella saltó por la borda a tiempo.

Y, en fin, podría ser que no pasara nada extraño, sino que, sencillamente, vendían peor, o tenían un género menos atractivo que otras tiendas de la zona y no supieron amoldarse a las leyes de la libertad de mercados y quebraron.

El caso es que un día de agosto de 1617 en Madrid, que era la sede de la Corte del Rey Católico, aparecieron ante escribano público tres personas para disolver una compañía de ropería. Venían pertrechados de escrituras de constitución de la compañía, de inventarios de géneros y de registros de deudas, entre otros documentos. Esas tres personas eran un varón y dos mujeres, una de ellas esposa del varón y la otra, viuda. Los tres eran gentes de negocios. Emprendedores que los llaman hoy, que iban a desemprender lo emprendido hacía un año.

Pero lo que no tenía vuelta atrás es que amparados por las leyes de Castilla del siglo XVII, habían constituido y disuelto su empresilla de ropería un esposo, una esposa y una viuda (que no vivía limándose las uñas y del producto de las rentas).