
Gastronomía
Nublo, entre la corrección y la narrativa culinaria
El restaurante de Miguel Caño está hoy en ese serpentín de pueblos dedicados al mundo del vino como referencia Michelín

Viajar hasta Haro, una de las capitales mundiales del vino, tiene en la actualidad aliciente por el restaurante de los del pleonasmo. Esto es, cada vez que se dice que se trata de uno gastronómico, supone menospreciar a cualquier casa de comidas que no se acoja a lo sagrado de las pretensiones coquinarias. Nublo es todo lo que se presume de una estrella Michelin territorial. Seamos honestos, la biblia roja tiene su mapa, y va poniendo banderines salpicando todos los rincones del país que califica. De hecho hay un modelo no escrito que justifica que te concedan esa estrella, se alardee de la misma y se ponga por delante cualquier otra consideración del trotamundos de la buena vida. Así, el restaurante de Miguel Caño está hoy en ese serpentín de pueblos dedicados al mundo del vino como referencia Michelín.
Esto puede parecer muy superficial, pero ellos mismos contribuyen con la literatura menor que se gastan para hablar de la libertad de las nubes, la invención de las formas, o que este es «lugar de encuentro entre el dominio del fuego y la conquista del placer de la mesa». Tantas veces hemos hablado del gastado relatito y de las servidumbres del menú degustación que todo lo tapa, que estas líneas parecen un ritornello hacia dónde van los restaurantes de los pases, de los juegos conceptuales, y la invocación al terruño como credencial benefactora. Cierto es que la cocina de Nublo en su aspecto físico supone un homenaje a la tradición por la leña o los fogones de las abuelas. Auténtico tipismo para amansar sentido y para esperar cariñosas recreaciones.
La realidad es que todo adquiere dosis de corrección, osadías justas y poca carga emocional. Estampa a estampa, la composición nunca alcanza la conmoción del gusto. Es rico el caldeo de bienvenida de zancarrón con armagnaz. Es preciso el ceviche de besugo con leche de tigre, con los guiños de apio y cilantro. También es canónico el pollo crujiente con una parmentier y algo de trufa turolense. Y así en lo sucesivo. Algo más rugoso es un tartar de chuleta y confesado bogavante, aunque con este se juega al escondite, y apunta interés la corteza de cerdo con espardeña de poco relevante pil pil, y una hoja de salicornia. A todo se le da categoría en su presentación y nomenclatura, incluida la ceremonia de pan y mantequilla, como si este bocado previo a un menú, aquí colocado antes del arranque de la parte fuerte necesitara ser jaleado.
Probablemente el pellizco que nos puede hacer cavilar por su delicadeza sea una ensalada de embutido casero, col y rábano, tributo de temporada y logro del equilibrio que tanto se necesita para la arquitectura de la cocina actual. Luego, cardo rojo con leche de almendras y aceite jaenero de corrección formal, y un fallido mero a la brasa, donde no se percibe bien ese toque del fuego, con hoja de ostra. Demasiado intenso el caldo ibérico, sobre el que descansa capeletto de tendones con guisantes lágrima, dado que apreciamos cierta deconstrucción de los ingredientes. Afortunadamente, el solomillo curado en queso azul y pimiento rojo nos reconcilia con los puntos y sabores en el final salado.
Vamos atravesando los trancos del menú con una interesante bodega de orientación netamente riojana, lo que por otra parte resulta obligado, y un atento servicio. Se compendian todas las impresiones precedentes con un preciso mochi de fresa, además de una sugestiva versión de un helado tonka junto al polen en una bonita pintura visual. En Nublo buena mano en el fondo de su coquinaria, pero probablemente el confort que conceden los reconocimientos y premios esté opacando un mayor trabajo de armonía entre la imaginación y los simples apelativos a lo que se cuenta. Nos invade tristemente cierta melancolía en este bonito restaurante de Haro.
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