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Opinión
¿Quién va a pagar la fiesta del «verde» en Europa?
Natalia Corbalán es portavoz de S.O.S. Rural, que une a centenares de organizaciones del sector agro
En los últimos años, hemos observado una constante disminución en el consumo de frutas y verduras frescas en España. Los datos más recientes del informe sobre el consumo de alimentos en el país durante el año 2022 confirman que desde 2013, el consumo de frutas ha experimentado una preocupante caída del 21%, mientras que el consumo de hortalizas frescas ha descendido un 20%. Estas cifras sin duda captan nuestra máxima atención y nos llevan a cuestionarnos: ¿qué factores están llevando a las personas a excluir estos productos de sus elecciones de compra diarias?
Sin duda, el descenso en el consumo de frutas y verduras frescas no puede atribuirse únicamente a aspectos culturales o a las preferencias de los jóvenes. Ni siquiera está ligado de manera exclusiva a la introducción de nuevos sabores y alimentos en nuestra dieta. En realidad, esta tendencia tiene sus raíces en elementos sociales, especialmente relacionados con el factor económico y el costo de estos alimentos. Es esencial entender que esta dinámica no refleja nuestras tradiciones alimentarias, sino más bien refleja una disparidad en los precios y la accesibilidad.
Entonces, ¿a qué se debe esta discrepancia en costos y limitaciones de accesibilidad? En términos generales, se atribuye a las políticas implementadas en el sector durante las últimas décadas. El aumento de las restricciones burocráticas y los costos de producción en la agricultura no ha hecho más que crecer, dejando a los agricultores en una situación donde prácticamente solo pueden operar con márgenes de beneficio estrechos. En este contexto, surge el concepto esencial de la soberanía alimentaria, junto con la preocupación por la disminución de las áreas cultivables y la marcada preferencia por los productos «ecológicos», que suelen tener precios más elevados. Esta combinación de factores crea una tormenta perfecta que resulta en una mayor dificultad para que los consumidores puedan mantener un acceso constante a estos productos.
Este panorama llama todavía más la atención cuando consideramos que a lo largo de la historia los españoles siempre hemos gozado de una mayor comodidad en el acceso a alimentos frescos en comparación con otras áreas, como el norte de Europa o Estados Unidos. No obstante, es de suma importancia resaltar que, si persisten las políticas actuales, corremos el riesgo de alejarnos gradualmente de la dieta mediterránea, con todas las consecuencias que esta transición acarrearía.
La diferencia en términos de recursos económicos, mencionada previamente, se hace notable al examinar el consumo de frutas y verduras frescas. Son las personas pertenecientes a la clase media-alta quienes encabezan el consumo de estos productos, lo cual nos insta a considerar la accesibilidad de estos alimentos esenciales para aquellos con ingresos más limitados. Las desigualdades en el acceso a una alimentación saludable generan preguntas sobre la equidad y la justicia en nuestra sociedad.
Debido a ello, Europa enfrenta la responsabilidad de liderar una revolución en los sistemas productivos, no solo en el ámbito agrario, sino en todos los sectores relacionados. Estos cambios deben ser graduales y equitativos, con reglas claras que promuevan la competencia justa entre los estados miembros y con otras naciones. Aunque la estructura burocrática de Europa sea un obstáculo, no debe ser una excusa para demorar el cambio necesario. La clave está en la acción progresiva, con normativas elaboradas por expertos y adaptadas a las particularidades de cada región europea.
Las estrategias como el Pacto Verde Europeo y la Estrategia «de la granja a la mesa» ponen de relieve la necesidad de fomentar el consumo de alimentos sostenibles y garantizar una alimentación saludable para todos. Sin embargo, surgen interrogantes legítimos. ¿Podrán los líderes europeos asegurar que todos los ciudadanos tengan acceso a frutas y hortalizas frescas para 2030? ¿O veremos una repetición de la historia, donde los grupos con menores ingresos son excluidos, al igual que ha sucedido con el pescado fresco? ¿Buscarán chivos expiatorios para justificar esta lamentable realidad?
El sector agrario europeo requiere certezas, normas claras y expectativas realistas para garantizar su producción y su relevancia en las generaciones venideras. En un mundo globalizado, la competitividad del sector agrícola europeo está en juego frente a otros productores internacionales.
El término «sostenibilidad» no debe limitarse a la moda retórica, sino que debe reflejar un equilibrio entre la conservación de recursos, la rentabilidad y la equidad económica y social. Todos los aspectos de la sostenibilidad merecen igual atención y acción, sin excepciones. Esta generación se enfrenta a la tarea crucial de transformar los sistemas productivos para que sean más respetuosos con el entorno y, al mismo tiempo, garantizar una base sólida para la salud de la población a través de una alimentación equilibrada. La urgencia de la situación nos exige actuar con determinación y colaboración en todos los niveles. Ha llegado el momento de emprender acciones.
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