Destrucción
El otro “genocidio” catalán: el martirio de los templos y el arte sacro
El ya fallecido Juan Bassegoda Nonell, director de la Cátedra Gaudí, en un artículo escribía: “Nunca en la dilatada historia de Cataluña se había producido un conjunto de daños tan sistemáticamente organizado [contra el patrimonio artístico]”. Al igual que se ha creado el tópico de que Companys nunca tuvo responsabilidad alguna en los asesinatos de la retaguardia republicana en Cataluña, también se ha ido forjando un estereotipo de que gracias a Companys y la Generalitat se salvó el patrimonio artístico de Cataluña. Pero todo es mito.
Salvo el rescate in extremis de Montserrat, la Catedral de Barcelona y poco más, la Generalitat lo que hizo fue legitimar el “genocidio de los templos”. El gobierno de Companys emitió, por ejemplo, el Decreto del 23 de julio de 1936 por el que se constituía en cada localidad de Cataluña un comité, presidido por el alcalde y bajo la salvaguarda de las milicias, para velar por el patrimonio del pueblo. Con otras palabras, a los comités se les concedía vía libre para hacer lo que quisieran.
Hombres cultos como Ventura Gassol (ex seminarista y miembro de la cúpula de ERC) apenas pudieron hacer nada. Él era Consejero de Cultura y había creado una junta de Museos para salvar lo poco que quedaba de patrimonio artístico. Pero Gassol tuvo que huir a Francia amenazado de muerte por los anarquistas. La Junta de Museos se disolvió y se creó la Comisaría de Museos, que se dedicó a incautar todo tipo de patrimonio religioso o civil, o simplemente robarlo.
En la Catedral de Barcelona se hallaba una inmensa custodia gótica de valor incalculable. Fue enviada a París -como excusa- para una exposición de arte catalán. La intención auténtica era mantener seguras las obras de arte ante las iniciales quemas de templos. Cuando la custodia regresó a Barcelona faltaban 200 joyas de las que nunca más se supo, simplemente fueron robadas. Cómo valorar o contabilizar miles de cálices y ornamentos desaparecidos, junto a joyas escultóricas, arquitectónicas o retablos barrocos de valor incalculable simplemente incinerados o destruidos; cremación de incunables, archivos, las sublimes pinturas de Sert en la catedral de Vich...
Para tener una noción acertada del odio que causaron los edificios religiosos, de cómo estas fueron sistemáticamente destruidos, saqueados o incendiados, hay que consultar una obra clave: “El martirio de los templos”, del canónigo José María Martí Bonet. Al terminar la guerra, desde la diócesis de Barcelona se envió a todos los sacerdotes un cuestionario para que detallaran la situación de sus parroquias, antes y después del conflicto. Se trataba de tener un censo y registro de la destrucción de templos, conventos o edificios de culto. También se demandaba la relación de objetos sacros desaparecidos o destruidos, así como de sus objetos sacros.
Las conclusiones a las que se llegó con este informe, que fue enviado a la Santa Sede, coinciden plenamente con otro, realizado en el año 1938, por la propia Generalidad de Cataluña. Buena parte de estos datos se deben a un sacrificadísimo sacerdote, Mosén Manuel Trens, que recogió tras la Guerra Civil, información de gran parte de las diócesis de España, en la que cada rector informaba sobre el estado de su Iglesia, el archivo y las obras de arte, durante y después del conflicto bélico. Comenzó el catálogo por Tarragona, con la edición de unos fascículos titulados Monumentos sacros de lo que fue la España roja. Lo ambicioso de su trabajo pudo con su salud y vida. Pero puso los fundamentos para que no se perdiera este trozo de historia.
José María Martí Bonet sintetiza lo que ocurrió en la diócesis de Barcelona con estos datos: puede decirse que las fuerzas de la República acabaron (la mayor parte, durante las dos primeras semanas del comienzo de la guerra) con 500 iglesias, lo que quiere decir que desaparecieron, incendiadas o arrasadas por dentro, todas las iglesias de la diócesis de Barcelona. Todas, menos diez, entre las que se encuentran la abadía de Montserrat y la Catedral. Fueron incendiados 464 retablos: representarían más de dos kilómetros si fueran expuestos todos juntos; así como pinturas, esculturas, piezas de orfebrería y órganos, entre los que se encontraban el de Santa María, uno de los más importantes de Europa. Más en concreto se quemaron 244 órganos de valor artístico incalculable.
Podríamos hablar de la macabra exhibición de momias de monjas, a las puertas de los conventos o incluso de la profanación de la tumba de Antonio Gaudí de la que nadie habla. La excusa era buscar armas en el interior de su tumba. Los mismos milicianos quemaron buena parte de las maquetas de la Sagrada Familia y su taller, a la par que deseaban derruir el templo. Hoy, por fin lo han cambiado, pero durante muchísimos años, en el Museo de la Sagrada Familia, había una cronología en la que se detallaban todos los pasos desde sus inicios. Al llegar a 1936, sólo se leía un lacónico “incendio”. Hasta a los responsables les daba vergüenza dar a conocer que la Sagrada Familia había estado a punto de ser destruida como los otros 500 templos de la diócesis de Barcelona.
La destrucción de la iconografía católica era premeditada y no había nada de casual en ello. Desde los comités locales, se hizo llegar a toda Cataluña panfletos amanzanes que rezaban: “El poseedor de cualquier objeto religioso deberá deshacerse del mismo en 48 horas; de lo contrario será considerado faccioso y tendrá que atenerse a las consecuencias”. Todo vestigio religioso debía desaparecer. En El martirio de los templos, se señala que se encontraron instrucciones para los milicianos en las que se explicaba el modo en que se debían quemar las pinturas murales, a las cuales, además de prenderles fuego, se debían rociar con ácido sulfúrico.
Respecto a los archivos eclesiásticos, su destrucción fue “menor”, pues en muchos casos fueron ocultados o escondidos: “Sólo se destruyó un 45 por ciento”. Ahí es nada. Los expolios de los milicianos muchas veces sirvieron para pagarse un exilio dorado en el exilio, vendiendo piezas a los marchantes de arte. Por ejemplo, fragmentos de la capa hispanoárabe del abad Biure de Sant Cugat (s. XIV), que se creían destruida, aparecieron en distintos museos de EEUU, allá por los años 50. El tráfico de objetos sagrados tenía una ruta común: Francia, México, y finalmente eran vendidos a marchantes norteamericanos.
No podemos olvidarnos de las campanas, algo tan ancestral para el alma de un pueblo cristiano. Los comités locales, las disposiciones de los partidos y cualquier excusa servían para hacer desaparecer las campanas para silenciarlas. El intelectual catalanista Carles Rahola, en su diario íntimo, apuntó, al contemplar las campanas de la Catedral de Gerona: “Sí campanas, ahora no tienen voz para expresar su dolor”. Terribles palabras que nos recuerdan uno de los hechos más emotivos de la Guerra Civil en Cataluña. Como en todas las poblaciones, ahí donde aún quedaban campanas estaba prohibido tocarlas bajo rigurosa pena casi de muerte.
Desde el 19 de julio en la población tarraconense de Valls no habían sonado las campanas. El 14 de agosto trasladado prisionero a su población natal, Tomàs Caylà, presidente de la Comunión Tradicionalista de Cataluña, fue ejecutado en la Plaza de la República. Alguien, a riesgo de su vida, fue a la iglesia e hizo sonar los bronces. El pueblo asombrado acudió a contemplar el conocido vecino de Valls, tanto amado como odiado, por todos. Avisaron a su madre que su hijo estaba muerto en la plaza. Fue corriendo, lo besó y tras comprobar que llevaba el crucifijo y el escapulario, dijo “ahora ya estoy tranquila”. Los republicanos celebraron una especie de fiesta, organizaron un banquete y obligaron a los niños del pueblo a desfilar ante su cadáver.
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