Opinión

Viva Tom

Hace apenas tres meses que murió Tom Petty. Si estuvieron por Madrid estos días quizá tuvieron la suerte de asistir al homenaje que le dedicó un puñado de luminarias españolas, de Burning a Rubén Pozo, Lichis, Josu García, M-Clan, Los Secretos o Los Zigarros, en la sala But. Servidor, desde Brooklyn, improvisó alternativas. Para empezar el fabuloso programa de radio que Diego A. Manrique le tributó en Radio Gladys Palmera. Dedicado a las abrasivas versiones de oscuros clásicos del soul, rock sureño, country rock y blues cocinadas a lo largo del tiempo por un Petty magníficamente arropado por los Heartbreakers y más y más desacomplejado por sus orígenes. Ya saben. Al principio de su carrera el príncipe pálido pasó por una suerte de respuesta estadounidense al punk británico. Cuando en realidad, aunque compartían fuego y formas con los Clash y etc. estaba más cerca de los Byrds y, por supuesto, de Bob Dylan. Al de Duluth, por cierto, lo acompañaron en unas giras portentosas a mediados en los ochenta. Y en solitario junto a los Traveling Wilburys. O sea, que con Roy Orbison, George Harrison y Jeff Lynne, Petty también cantó y escribió con el autor de «Idiot wind». Incapaz de saciarme, borracho de electricidad con las «covers» pinchadas por el maestro Diego, busqué ayuda en otro amigo, Peter Bogdanovich. El guadianesco director grabó en 2007 un documental de cuatro horas dedicado al de Gainesville: «Runnin’ down a dream». Una de esas películas obligatorias si te interesa la música. La gran música de las últimas décadas. Lo tiene todo. La infancia difícil. El padre abusivo. La madre sacrificada que muere joven, la devoción por Elvis Presley y los Beatles. Al primero lo saluda en persona, con apenas 10 años, durante el rodaje de una de sus películas, en la que trabajaba su tío. A los segundos, como casi todo el censo de músicos americanos que debutan en los setenta, los ve en 1964, en el programa de Ed Sullivan. Quién le iba a decir que acabaría tocando con Harrison. Y quién habría imaginado que aquellos chavales que viajaron hasta Los Ángeles con apenas 200 dólares y una furgoneta destartalada se establecerían como uno de los grupos más rotundos, poéticos e influyentes en una era, años ochenta, dominada por los trucos de estudio, la negación de las raíces y los arreglos plastificados. El tiempo mejoraría la lustrosa producción de un Petty afiladísimo. Capaz de resucitar a un combo de juventud, Mudcrutch, con dos estupendos discos, al tiempo que publicaba una catarata de obras mayúsculas al frente de los Rompecorazones. Una sobredosis accidental, o eso rezaba la autopsia, acabó con uno de los últimos héroes de un negociado, el del rock and roll, obligado a subsistir por los pasillos del underground en estos días de bostezos, arte corporativo y ultracorrección moral. Deja, como consuelo, un ramillete de canciones enormes. Belleza en cinemascope que evoca los cielos y desiertos de EE UU. Sin olvidar el bálsamo, secundario pero esencial, de recordar que en este país hubo tipos más interesantes que el idiota que hoy habla desde el Congreso.